lunes, 17 de agosto de 2009

"El Lago de los Cisnes" y la línea británica

Entre los demonios de esa filiación surgen
de cuando en cuando algunos terribles,
de amplios temperamentos (…). Dotados de
un inmenso poder sobre las almas blancas,
las atraen a sí y las trituran. Lo cual es grande
y bello en su estilo. (…) Es la poesía del mal.


Honoré de Balzac
(“La última aventura de Vautrin”)

Cumplió hace poco “Lebedinoe Ozero” 130 años. Llamado en broma y con cierto sarcasmo dentro de la profesión, “El charco de los patos”, es el ballet del repertorio más conocido universalmente tanto por su coreografía como por su música y lo emblemático de su personaje protagonista: el cisne blanco que ocasionalmente se vuelve negro y luego vuelve a ser redentor y blanco. La obra con música de Piotr Ilich Chaicovski y coreografía del checo Julios Wentzel Reisinger se estrenó en el Teatro Bolshoi de Moscú el 4 de marzo de 1877 (20 de febrero en el calendario juliano). Fue un fracaso. Llovieron coles (allí no había tomates y menos en invierno) sobre el escenario. Dicen los biógrafos más autorizados del músico que así empezó un largo proceso depresivo del que el compositor no se repuso y que finalmente le llevó al suicidio en San Petersburgo 16 años más tarde. El avatar de “Lebedinoe ozero” (en su trascripción literal del cirílico) no había hecho más que comenzar. Chaicovski había escuchado los ballets de Leo Delibes (especialmente “La Source” y “Coppélia”, esto lo animó a acercarse a un género que no le gustaba especialmente) y como dice el analista Roland John Wiley, el “eco francés” en los ballets del ruso parten de esa elevada influencia.
La primera producción del “Lago” fuera de Rusia se hizo en el Teatro Nacional de Praga el 21 de febrero de 1888, durante una visita del ya consagrado compositor. El maestro-coreógrafo August Berger (que también encarnó al Príncipe Sigfrido) montó el segundo acto para la segunda velada donde el propio Piotr Ilich dirigió la orquesta, menos la parte de ballet, que tuvo la batuta de Adolph Cech. Giulietta Paltrinieri-Bergrova encarnó a la Reina de los Cisnes, Odette, y el éxito hizo que se repitieran ocho representaciones.
Muerto Chaicovski, a un francés radicado en la Venecia del Norte, Marius Petipa (ya había hecho junto al compositor “La Bella Durmiente”, paradigma del gran academicismo en ballet), se le ocurrió encargar a su ayudante nativo, Lev Ivanov (verdadero genio del ballet coral académico), que remontara con las estudiantes del ultimo año del conservatorio y algunas bailarinas de la plantilla, el segundo acto blanco de “El lago…”, llamado así por el color de las aves lagunares y por evocar los actos blancos románticos de “Giselle”, “La Sylphide”, etc. Ante el éxito, Petipa mismo montó el resto (actos 1 y 3) y se repuso “El lago de los cisnes” completo casi como lo vemos hoy, con trufados musicales del italiano Riccardo Drigo y cambios logísticos en las escenas y el argumento (el acto 4 también lo hizo Ivanov), aspectos que ha estudiado en profundidad tanto Demidov como Roslaeva.
Como sugiere Iris M. Fanger, la historia real de “Lago de los cisnes” en Occidente comienza en 1908, con unas giras de Anna Pavlova y Adolph Bolm, que completan la plantilla con bailarinas locales para representar los actos 2 y 3 en Escandinavia y Alemania. Cuando en 1909 el Zar va a Viena, Pavlova y Nicolas Legat bailan allí una versión en 3 actos, y en Londres, el 16 de mayo de 1910, se ve en el London Hippodrome un “Lago” (reducción del segundo acto) bailado por Olga Preobrajenska y 20 bailarina más entre rusas y alguna nativa. “Madame Preo” [o Preobrazhenskaya] desde los estudios Wacker de París, va a tener un papel fundamental como biela de transmisión del personaje de Odette-Odille a un arco de bailarinas que va de Tamara Toumanova a Danilova, Chauviré, Alonso, Hightower, Fonteyn. Hay que leer el delicioso capítulo de Elvira Roné en la biografía de la maestra rusa sobre el asunto de los famosos 32 fouettés del Cisne negro para entender muchas derivas estéticas que han venido después.
En Londres, el 30 de noviembre de 1911 se presenta una gran producción considerada la mejor de entonces, con la dirección de Serguei de Diaghilev donde bailaron en Covent Garden Matilde Chessinska y Vaslav Nijinski. La presencia de la obra se afianzó en el repertorio y su aceptación era un hecho. En 1912 en Montecarlo, bajo égida de Diaghlev, se ve otra versión en sólo dos actos, versión que fue revisada y revivida después de la Gran Guerra y que se mantiene activa entre 1923 y 1926.
Un maestro ruso, Nicolas Sergeyev llega a Londres con las anotaciones coreográficas en sistema Stepanov, y allí Ninette de Valois en 1934 le encarga “Lago” para el Sadler´s Wells Ballet. Ya Alicia Markova y Antón Dolin en 1932 habían hecho un segundo acto londinense en el espíritu de Diaghilev. El estreno de 1934 fue de Markova y Robert Helpmann. Margot Fonteyn bailó su primer “Lago” en Sadler´s Wells el 16 de diciembre de 1935. Hizo sólo Odette (cisne blanco) y Ruth French hizo Odille (cisne negro). Fonteyn encarnó el papel dual (Odette-Odille) por primera vez el 15 de noviembre de 1938. Esta producción fue dotada de nuevos trajes diseñados por Leslie Hurry para el debut del 7 de septiembre de 1943. Las adiciones coreográficas de Frederick Ashton en el “Lago inglés” entran en boga en 1952 (vals pas de six en el segundo acto y la tarantella napolitana sobre la olvidada “Danza veneciana”). En 1963 Ashton adicionó un prólogo que luego suprimió en 1967; también movió un pas de Quatre del segundo al tercer acto y rediseñó la “danza española”. Finalmente, en la temporada 1973-74 tras cuatro décadas de vaivenes sobre la versión Sergeyev, se restaura la versión Petipa-Ivanov. Paralelamente, Sergeyev hizo otro Lago en Londres en 1943 para el International Ballet de Mona Eglevski con decorados y trajes de Hugh Stevenson en el Adelphi Theatre bailando Nana Gollner y Paul Petrov.
En marzo de 1987 Anthony Dowell pone en escena con el Royal Ballet una nueva producción, y en el equipo incluye al citado musicólogo Profesor Wiley, que ha escrito el mejor análisis de las partituras de ballet de Chaicovski y experto en la notación Stepanov, cuyos originales se custodian hoy en la Harvard Theater Foundation; los diseños se encomendaron a Yolanda Sonnabend inspirados en escenas de la corte imperial rusa y el primer reparto lo encabezaron Cynthia Harvey y Jonathan Cope. Dowell había bailado muchísimo las versiones precedentes en Covent Garden, especialmente la versión de 1963 con los diseños de Carl Toms y acompañado de Georgina Parkinson. Su versión actual hereda todo lo vivido y bailado. No puede ser de otra manera, si se respeta el género.
Ya alrededor de 1936 el crítico inglés Cyril W. Beaumont menciona por primera vez que la dualidad del cisne blanco-cisne negro es comparable a la literaria del Doctor Jekyll y Mister Hyde, contraposición y lucha del bien y el mal sobre la misma figura escénica. Desde el siglo XIX, el papel de los dos cisnes (el blanco enamorado bajo un encantamiento y el negro seductor conducido por un emisario del mal o brujo) han sido encarnados por una sola “prima ballerina” que debe exprimir sus cualidades histriónicas, actorales y dancísticas para convencer en ambos caracteres. La italiana Pierina Legnani fue la primera (hacía los 32 fouettés o vueltas continuas sobre una punta sin inmutarse ni moverse del sitio); la siguieron las rusas Pavlova, Karsavina, Probrayenska, Spessitseva hasta llegar a la gran Maya Plisetskaia, probablemente la mejor con y sin los 32 fouettés.
En Occidente, ha habido también grandes cisnes: la inglesa Alicia Markova, la cubana Alicia Alonso, la norteamericana Rosella Hightower. La danza española de “El lago de los cisnes” precede a la salida a escena del mal en el tercer acto: ese cisne negro que obnubila y seduce al Príncipe Sigfrido. Las bailarinas de la danza española van de negro y oro: emblema del vestir oficial en Felipe II y la España Negra. Esa tradición se sostiene. El “Lago” es también la historia de Rusia, dijo el reputado escritor de danza Vadim Gayevski. En 1991, el 19 de agosto, mientras la televisión rusa transmitía por un canal el discurso del golpista Genadi Janayev, en la otra cadena, pasaban “El lago de los cisnes”.
Hay al menos dos razones para que “El lago…” encabece el repertorio universal: su concepción definitiva cuajó justo en el apogeo del uso del vocabulario clásico, y, a partir de allí, sus exigencias técnicas e interpretativas se convirtieron con el tiempo en la meta ansiada de toda ballerina. De hecho, temperamentos tan dispares entre sí como Chauviré y Fontein o Plisetskaia hicieron cada una su propia versión del personaje Odette-Odile, y así han quedado en secuencias de cine y fotografías que hoy son parte de la historiografía balletísitca y de la inevitable mitomanía balletómana.
Pero la pauta la habían marcado antes rusas y soviéticas, las bailarinas de alma eslava, en el decir de Irene Lidova, que fueron quienes fijaron definitivamente algunas reglas que son la base de toda interpretación del mítico cisne (muchas de ellas recalaron en Londres tras las diásporas del siglo XX). Luego de Pierina Legnani, Matilde Kchessinska fue la primera rusa que intercaló los 32 fouettés en el tercer acto, y poco a poco la secuencia se llenó de dobles piruetas, movimientos de brazos y otras dificultades técnicas que hoy abundan y hasta son exceso frecuente. En 1908, Tamara Karsavina, de fascinante belleza, aportó una romántica imagen de princesa-cisne. Después, Vera Trefilova selló su nuevo lirismo, y la Egórova caracterizó el adagio con la imagen de un pájaro cautivo. En medio, Anna Pavlova, con su solo “El cisne” (Fokin), sobre la pieza de Saint-Saëns, influyó decisivamente sobre montadores y bailarinas con su efecto de batir de alas, lo que llegó a convertirse en un toque manierista que siempre se le exige a la intérprete y que no consta en el original.
En los años veinte, la legendaria Olga Spessivtseva cristalizó definitivamente la línea moderna del papel. Aún después, dos nombres más limaron las últimas aristas del cisne: Marina Semionova, quien insufló feminidad a la caracterización, y Galina Ulanova, toda delicadeza y elegancia, que dio al cisne blanco (-nunca asumió a la diabólica Odile salvo en una matinée en Leningrado en 1940 de la que no quería ni acordarse-) una inmensa interpretación de modo que la leyenda del cisne devenía en un profundo y creíble drama humano.
A partir de Alicia Markova en Londres, en 1934 (y esta es la tradición que llega hasta el Royal Ballet de hoy), proliferaron los cisnes en el mundo del ballet. Hay muchos nombres injustamente opacados por otros. Desde entonces, la remodelación de la obra en general y del personaje en particular ocupó a coreógrafos, y hoy día se asiste a muchas representaciones donde, a pesar de la extrema corrección del baile, la vibración artística brilla por su ausencia. Cada vez es más difícil encontrar hitos reseñables. Es preceptivo citar a Makarova (¡siempre las rusas!); en la escuela francesa Ghislaine Thesmar y Noella Pontois son ya inolvidables; en Norteamérica, Cinthia Gregory y más recientemente, con razón Clive Barnes glosó a Magali Messac; la cubana Rosario Suárez tuvo en su momento también la atención de la crítica internacional. Las inglesas de hoy han seguido las huellas de sus heroínas (Moira Shearer, Pamela May, Beryl Grey, Violetta Elvin (Prokhorova), Nadia Nerina…) inmortalizadas todas en las fotos de Baron.
El mal en el ballet siempre es vencido (se representa para ser conjurado, recordemos “Satanella” o “Faust”), pero no por ello el ballet es un arte inocente, sino que ha seguido los esquemas de comportamiento y enjuiciamiento de nuestra sociedad, evolucionando al mismo tiempo que ella, demostrando la utilidad políticamente correcta y amplificadora de esos postulados ejemplarizantes y “El lago de los cisnes” es su mejor ejemplo. El ballet nunca se ha librado es estos estereotipos. Si la heroína en ballet era mala, debía morir (ser vencida)… o transformarse. Casi podríamos decir con seguridad que el “happy end” a lo Hollywood lo pone en boga el gran ballet del último tercio del siglo XIX, siempre con el abatimiento del mal y el triunfo apoteósico del bien. Precisamente ahí se crea, se aúpa como arte oficial, este mundo de fantasías y parábolas de ensoñación, de trajes de tul recamados con perlas falsas. En el “Lago” original, al final el príncipe Sigfrido se ahoga, se lanza a las aguas tras el cisne encantado, pero no se trata sola y esquemáticamente de la representación, tras la argumentación narrativa y su síntesis coréutica, de la lucha entre el bueno y el malo (a veces es la buena y la mala), sino de la victoria del bien y la satanización definitiva del mal, su sometimiento al orden y a la verdad explicitada del bien y de su entendimiento aceptado por la colectividad.
La noción de sacrificio y maleficio en la danza narrativa, con sus temas mitológicos o bíblicos han sido siempre usuales, luchas entre buenos y malos. “El lago de los cisnes”, probablemente el más famoso y divulgado de la historia de la danza, está lleno de estas luchas entre el bien y el mal, expresadas de muchas maneras y a muchos niveles. Las principales son las encarnaciones de Odette y Odille por una sola bailarina. Esta idea genial no se atribuye exactamente a Marius Petipa, sino a los guionistas de la obra, basada en una leyenda medieval germánica.

© Roger Salas (texto redactado para el programa de "Swan Lake" /Royal Ballet en Granada. Junio 2009)

domingo, 16 de agosto de 2009

OBITUARIO - David Ashmole, primer bailarín británico

David Ashmole como el Príncipe Albrecht en el 2º acto de "Giselle"


El pasado 25 de julio murió a los 59 años víctima de un cáncer el primer bailarín del Royal Ballet de Londres David Ashmole, uno de últimos exponentes del concepto de bailarín noble y producto genuino de la Escuela inglesa. Había nacido el 31 de octubre de 1949 en Cottingham (Yorkshire) y comenzó a estudiar en la Kilburgn School (Wellingborough), de donde pasó a la Royal Ballet School. Entró en la compañía en 1969 y en 1972 adquirió la categoría de solista. Ya en 1970 dobló el papel a Nureyev, que se fijó celosamente en él, dentro del reparto de “The ropes of time”, una creación del holandés Rudy van Dantzig, que no ha sobrevivido en el repertorio.

Fue bajo la breve dirección de Kenneth MacMIllan que Ashmole ascendió al rango de “principal”. Ya en esta época, Ashton le asignó papeles en sus obras, como el Colas de “La fille mal gardée”; en “El sueño” o en “The two pigeons”.

A David Ashmole, que fue precoz, le tocó alternar escenario y repertorio en su ascensión con dos señalados artistas: Anthony Dowell y Rudolf Nureyev, lo que es a todas luces una desventaja que se tradujo en un cierto ostracismo. La crítica anglosajona lo consideraba el más refinado exponente de bailarín clásico de su generación, y que sus encarnaciones de Albrecht en “Giselle” o Sigfrido en “El lago de los cisnes” eran canónicas. Otros de sus roles eran el del atleta en “Les Biches” (Nijinska); el Benvoglio en “Romeo y Julieta” (MacMillan), lo mismo que el Príncipe Desirée en “La Bella Durmiente”, el Franz de “Coppelia” o el Poeta en “Las Sílfides” (Fokin). En otra ocasión, se le encargó el estreno británico de “Dance at a gathering” de Jerome Robbins, en un reparto que contaba con Dowell, Nureyev y David Wall. MacMillan siguió contando con él, como en “Las cuatro estaciones”, pero en 1976, ante la situación de desventaja y rivalidades, decide trasladarse al Sadler´s Wells Royal Ballet, bajo la dirección de Peter Wright, llegando su época de florecimiento profesional. Allí participa en 1982 con Ninette de Valois en la recuperación de “Checkmate” (1937), uno de los pilares de la coreografía británica moderna, y de la que la BBC hizo un filme con Margaret Barbieri, David Bintley y el propio Ashmole como el Rey Rojo.

Mirando su apuesta línea y su baile elegante, Wright le hace protagonizar “Summertide”. También aparece en varias creaciones de Bintley como “Homage to Chopin”, “Night moves” y la gran producción “El cisne de Tunela” (Sibelius). Volvió a bailar esporádicamente en Covent Garden y fue “partenaire” de Margaret Barbieri, Marion Tait y Galina Samsova, con quien estrenó en 1981 una versión de “Lago de los cisnes”. En 1982 MacMillan le llama para “Quartet” (Verdi) y encabeza la inclusión en el repertorio inglés de “5 tangos” (Van Manen).

Pero en 1984 se decide a la aventura y parte a Australia, en cuyo ballet recala como primera figura masculina cuando dirigía la compañía austral Maina Gielgud e hicieron un filme sobre “La bella durmiente”. Su último gran papel allí fue en el “Orfeo” de Glen Tetley, pasando después a labores de ensayador. Volvió al Reino Unido en 1999 como profesor de materia clásica en la London Studio Centre, y se mantuvo como maestro invitado en compañías clásicas como las de Birmingham, Tokio o Sydney. Estaba casado con la exbailarina y maestra Petal Millar.

© 2009 Roger Salas / © EL PAIS



Del tutú al jazz

Un selecto grupo de estrellas del New York City Ballet baila el próximo sábado 22 de agosto en Palma de Mallorca una selección de coreografías que recoge su historia y expone los matices de su estilo.

La historia vital del New York City Ballet (NYCB) es la historia del arte moderno neoyorkino, y también, en gran parte, norteamericano; hay una vida paralela, y en concomitancia, con instituciones como el MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York), y si podemos hablar de un “estilo” de ballet norteamericano, es ese del NYCB, allí está su mejor exponente, su cúlmen en lo estético sobre la escena; y en lo didáctico, en la School of American Ballet, su cantera natural.

La Escuela Norteamericana tiene allí su foco de esplendor, la génesis de su estilo desenfadado, abierto, expansivo y brillante, y con ello, un enorme patrimonio coreográfico sostenido con mucho celo, rigor y dinámica, donde destacan tres nombres o pilares: George Balanchine (San Petersburgo, 1904 – Nueva York, 1983), Jerome Robbins (Nueva York, 1918 – 1998) e Igor Stravinski (Drianienbaum, 1882 – Nueva York, 1971). Dos coreógrafos y un compositor; dos rusos y un neoyorkino (nacido Jerome Wilson Rabinowitz al este de la gran manzana, hijo de judíos que habían huido en la diáspora a principios de siglo XX).

Algún día, se dice hasta en Hollywood, habrá que hacer el guión y la película de cómo se fraguó la amistad de Balanchine y Robbins, y por ende, el estilo y la génesis del NYCB. Fue apasionante y reflejo claro de una época. Jerome Robbins estaba buscándose la vida como joven bailarín en Broadway, y Balanchine, para subsistir (el ballet no era entonces lo que ahora), coreografiaba musicales. El 1938, Balanchine y William Dollar crean las danzas de “Great Lady” (que fue un éxito precisamente por sus bailes espectaculares) y en la plantilla estaba Jerome. Dos años después, en 1940, Balanchine vuelve a Broadway para coreografiar “Keep off the grass” y allí estaba también en primera fila el inquieto Robbins, con muchas dotes histriónicas y un tesón fuera de serie capaz de suplir sus deficiencias técnicas o formativas (había estudiado ballet con Ella Dagánova que procedía de las filas de Anna Pavlova, y danza española con Helen Veola: dos ingredientes que están en su fórmula).

En realidad nunca el ballet protonorteamericano ha estado tan lejos de lo que entendemos como “zona comercial”, es decir, Broadway y sus aledaños. Los vasos comunicantes, la génesis compartida, es evidente más allá del estricto cronológico. Y es por eso que en ambos coreógrafos está trufado el jazz y los sonidos (como también los movimientos, las evoluciones) modernos, incorporados dentro del estilo global de una manera líquida y natural. Se habla del “arrojo” como parte de ese estilo norteamericano y específicamente del NYCB, y eso está precisamente en la base que aquellos supervivientes encontraron en Broadway. Hasta el propio Stravinski cayó en esta fascinación, y en esa larga y fructífera etapa de trabajo junto a Balanchine crea la música para varios ballets del NYCB donde los ecos del jazz son más que un perfume, una evidencia cromática. Explórese a fondo el catálogo stravinkiano en su trayectoria neoyorkina y las sorpresas sonoras serán mayúsculas. Pasa lo mismo que en Balanchine, y para ello, siempre se habla hasta considerarlo tópico, de las caderas de las mujeres, que avanzan hacia el frente desafiando el canon académico, rozándolo, pero sin violentarlo definitivamente (lo que se puede ver en “Agon” y en “Los cuatro temperamentos” con mucha nitidez). En el caso de Robbins, se trata del humor, una sorna con retranca que tuvo su esplendor en piezas como “The concert” (1956) y su primer apogeo en un ballet de argumento: “Fancy Free” (1944); en “West Side Story” (1957), su obra maestra en el terreno mixto musical, contiene en abundancia estos preceptos. Su veta lírica se desboca en “Other dances”.

Probablemente George Balanchine crea junto a Lincoln Kirstein el Ballet Society (génesis en la práctica del NYCB) ya con la idea de tener en sus manos el cuerpo de baile homogéneo que necesitaba, y que tenía mucho que ver su herencia petersburguesa y académica, pero perfectamente instalado en la estética moderna que dominaba la dinámica neoyorkina. Ya en 1947 y 1948 el conjunto aparece como residente en City Center bajo el nombre de NYCB. Cuando la compañía se presentó en Covent Garden (Londres) en 1950 por primera vez, fue clamoroso el éxito a la vez que la sorpresa: había fraguado un verdadero estilo nuevo de ballet. A partir de entonces y hasta hoy, la compañía y sus bailarines regresan a Europa cada año a exponer ese legado, ciertamente renovado con obras nuevas. En 1962 el NYCB visitó por primera vez la Unión Soviética (Balanchine había emigrado de Rusia en 1924): el impacto estético derritió cualquier telón de acero.

El otro detalle que se debe tener en cuenta es que, tanto Balanchine como Robbins eran músicos consumados; poseían una rigurosa formación musical; el ruso tocaba el piano; el estadounidense el piano y el violín, y de aquí que, el otro ingrediente básico de la receta estilística sea la musicalidad del producto coreútico, como todas las coreografías patrimoniales y conservadas de estos creadores son perfectas en cuanto a la cuadratura y “liason” básicas entre lo que se oye lo que se ve, entre los pasos y la notación musical. No podía ser de otro modo: ese mecanismo de relojería es un abc del ballet en sí mismo, a pesar de que, corrientes estéticas posteriores intenten derribar o derrapar, la barrera de la armonía, terrenos que exploraron con prudencia el propio Balanchine guarnecido por Stravinski. Robbins lo hizo con Philip Glass. La abstracción como tegumento de la lectura de ballet hace que Balanchine despoje argumentos. “Tchaicovsky Pas de Deux” es su tesis de cámara sobre eso.

Una función del NYCB es garantía de alta calidad balletística, de arte mayor. Fiel a sus orígenes y demostrando una inteligencia superior (y un respeto por las tradiciones) Balanchine se las ingenió para hacer convivir en el NYCB el ballet clásico o académico con el ballet moderno. El uso del término neoclásico para englobar el estilo balanchiniano y a todo el ballet norteamericano del siglo XX es un disparate filológico y conceptual y sobre lo que aún se discute, si bien es cierto, que su acepción inglesa admite unas connotaciones que no se pueden establecer en castellano o francés. La convivencia de géneros mantiene en cierto sentido un rigor en la exposición bailada, en la resolución de las maneras, en las estructuras del baile en pareja, entre otras demostraciones. En la parte estética, Balanchine optó por mostrar los ballets en una sintetización de la ropa de ensayos: simples mallas, camisetas y ligeras túnicas en blanco y negro o colores neutros. ¿Por qué? Es parte de la tesis: la persecución de la esencialidad. “Apollon Musagete” es el mejor ejemplo. Creado en 1928 para los Ballets Russes de Diaghilev, poco a poco Balanchine lo despojó de todo componente anecdótico, una síntesis que tocó vestuario, personajes y escenografía hasta llegar a lo que veremos hoy en Palma, dentro de un programa que abarca exquisiteces como “Other dances” (Robbins); “Who cares?” (Balanchine sobre temas de Gerswhin) y el “Tribute to Ray Charles” del danés Peter Mantins (Copenhague, 1946) que llegó al NYCB en 1969, fue un brillante Apolo y desde 1990 asumió la dirección del conjunto. La muerte de George Balanchine marcó un antes y un después. Parecía que “Mr. B” iba a durar eternamente, había esa sensación, y probablemente habría vivido más de no ser por la encefalopatía espongiforme bovina (síndrome de las vacas locas o enfermedad de Creutzfeldt-Jakob) que contrajo a través de un ungüento reparador cicatrizante que contenía tuétano y usó tras su enésimo “lifting” (era muy donjuanesco y presumido).

También fue en NYCB donde primero un bailarín negro llegó a la categoría de primera figura. Entonces parecía una llamativa excepción: corría el 9 de noviembre de 1955 cuando, como invitado, Arthur Mitchell bailó en “Western Symphony”. Bailó para quedarse, y Balanchine, entre otros roles, creó para él Puck en “Sueño de una noche de verano”. En 1957, junsto a Diana Adams, formó parte del “cast” original de “Agon” y su “pas de deux” central, el mismo que se verá hoy en el auditorio insular.

La parte clásica en este programa se respalda con un botón de oro: “Don Quijote” (pas de deux) bailado por el madrileño Joaquín de Luz; también bailará “Other dances” otro mesetario: Gonzalo García.

Estrellas del New York City Ballet. Auditorio de Palma de Mallorca. 22 de agosto, 22.00 horas. www.temporadadeballet.es /

© 2009 Roger Salas / © EL PAIS