lunes, 31 de enero de 2011

Ucronía con zaragüelles - Todos los nombres

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DANZA

Ucronía con zaragüelles

Todos los nombres

Creación e interpretación: María Muñoz; dirección y espacio escénico: Pep Ramis; música: Steve Noble, John Edwards y Nono Rebelo; luces: August Viladomat: vestuario: Carme Puigdevall; vídeo: Xavier Pérez.

Sala Cuarta Pared. Hasta el 29 de enero.

ROGER SALAS

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¿Encuentra de nuevo la palabra (y por consiguiente las ideas) de los filósofos un lugar en la danza contemporánea? ¿Se repite el efecto diagonal que ya tuvo Nietzsche en Maurice Béjart en los tiempos de su Zaratustra? ¿Reacciona el arte coreográfico en la medida que Deleuze enfrió la estética de William Forsythe? En Escena Contemporánea esta semana Vera Mantero invocará a Spinoza a través de la palabra de Gilles Deleuze precisamente y estos mismos días de enero vuelve al Teatro de la Ville de París el coreógrafo australiano Garry Stewart con Be yourself, un trabajo alrededor del filósofo del siglo XVIII David Hume, trufando la obra con cierta inspiración budista. Por otro lado, en la misma capital francesa, en el Teatro 104 se verá de nuevo Salves, de la coreógrafa francesa de origen español Maguy Marin (estrenó en la última Bienal de Lyon en septiembre 2010), directamente inspirada y entroncando el pensamiento de Walter Benjamin.

Malpelo nos ofrece dentro de Escena Contemporánea Todos los nombres, donde rezan como colaboradores el filósofo español Carlos Thiebaut y el escritor y pensador británico John Berger, e inmediatamente viene al hilo el Berger de Modos de ver, influenciado (ya con sus veleidades más que devaneos marxistas) a su vez por el archifamoso y definitorio para muchos ensayo de Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, donde pueden contenerse elementos formales y planteamientos que en Todos los nombres rozan en recorrido sugerente una trama obsesiva, torturada y oscura. Por una vez en danza, y sin que sirva de precedente, el texto no sobra sino que enajena la acción bailada, positiva un imaginario plástico donde se acude a referentes como el carnaval, el desfile de las máscaras con todo que representa como imposición social del ritual, la asunción de las máscaras o su expresión nominal, que al caso viene a ser lo mismo.

María Muñoz, ataviada con zaragüelles de quita y pon, botas de montaña, antenas y gorro de aviador en estricto estilo steampunk, se muestra como una mujer madura que mantiene su instinto gestual de siempre, definitorio de una lírica personal y concentrada. En el estreno, la artista tuvo algunos titubeos, disgregaciones que se pueden enmarcar al personaje o que son el resultado de un choque físico accidental con el robot deambular que han pedido prestado a la estética de Tinguely. Pero debe apuntarse que Muñoz es una personalidad originalísima que rezuma autenticidad en lo que hace; hay un estilo, un rigor en la expresión que antes tenía su imán en cierta ambigüedad casi andrógina que a la vez contenía una parte infantil, inspiraba (y acaso inspira todavía) el desamparo del intérprete solo frente al peligro y la tormenta de la escena, aunque el espacio esta vez no esté desnudo.

El material coréutico, colocado en secciones abiertas pero estancas, no ejercita progresión alguna sino que cicla en la obviedad ritual que identifica toda actividad cognitiva, se trata de un romanticismo áspero, un ideario de obsesión nominal, el impulso de orden y su correlato de caos, o quizá frustración poética, atendiendo que lo poético carece de razonamiento en sí mismo o se resiste a ser evaluado con ciertas reglas o determinada ortodoxia. La artista se mueve llevada por una respiración que es poesía. Y es también una especie de ucronía doméstica e íntima que se viene a reafirmar con la escena del científico loco que da una conferencia tan absurda como deliciosa alrededor del continnum semántico y sus improbables demostraciones que terminan en tierno esperpento. ¿Influencia de Tim Burton? Tal vez. Es una épica de modernismo fundacional y a la vez retrospectivo: el saber acumula un peso, una obligación obsesiva que se hace, como no puede ser de otra manera, ritual.

La escenografía de Ramis merece mención aparte; elaboradísima, funcional, está llena de simbologías y guiños, desde el molino de viento cervantino al péndulo tonal, desde el uso del papel japonés estampado virtualmente con el vídeo cartográfico a los artilugios mecánicos. La idea es crear un imaginario que viaja del exterior al interior y viceversa. En la obra es invierno; un sufrido clima de grises y tierra de siena empolvado, que son los colores demostrativos del azote de la vida sobre el hombre.

Copyright: Roger Salas / El País

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