domingo, 11 de octubre de 2009

Una obra de Christopher Wheeldon en el Real

(Schulmann Brothers Studio Christopher Wheeldon rehearsing Morphoses)


Será una fiesta que finalmente una coreografía de Christopher Wheeldon (Somerset, 1973) se vea en España, y que además, pase al repertorio de una compañía española. La pieza “VIII” fue creada en 2002 para el Ballet de Hamburgo (encargada por John Neumeier) y esa misma producción es la que asimila el Ballet Corella Castilla León y se estrena ahora en el Teatro Real sobre música de Benjamín Britten, tras haber sido remontada en ABT por el propio coreógrafo. Será en la gala benéfica del día 15 que recoge fondos para la UNICEF. En Nueva York, “VIII” fue bailada por Alexandra Ferri (Anna Bolena), Carmen Corella (Catalina de Aragón) y el propio Ángel Corella (Enrique VIII), y entonces la coreografía fue modificada tanto en los caracteres solistas como en la extensión de la música, que fue ampliada con otras secciones.

La fulgurante biografía de Wheeldon pasa primero por su carrera de éxito como esbelto bailarín formado en la escuela del Royal Ballet de Londres (ganó el oro en el Concurso de Lausana a los 17), y ya a los 18 era solista en Covent Garden; luego cruza el Atlántico y recala en el New York City Ballet (NYCB), donde baila y comienza a coreografiar. Muy pronto, ni Bruce Weber se resistió a su algo despótico glamour y le retrata para Vanity Fair. La elite neoyorkina le convirtió en su rubio (natural) más mimado y le llovieron premios y propuestas (de todo tipo). Y un talento es un talento, lo más escaso y lo más preciado en la Gran Manzana (después del glamour). Hoy, Wheeldon atesora más de 30 coreografías y sus obras se ven en los teatros más importantes del mundo. Carrera imparable. Es un caso precoz, entendiendo que siempre se tiende a encasillar la creación coreográfica –sobre todo en el ballet- como un acto de madurez. Y probablemente es que en su caso la madurez llega muy temprano, lo que va unido a una excepcional sensibilidad musical y a un gusto exquisito en cuanto a escoger músicas, temáticas y compañeros de viaje. Unanimidad entre los críticos no sólo anglosajones, y algo que es aún más raro: ¡a los bailarines les gusta bailar sus obras!, son elementos que le sitúan como la gran esperanza blanca del ballet actual en todo el orbe (acaso junto al ruso Alexei Ratmanski), porque este chico inglés, que ha obtenido ya casi todos los premios posibles, es un hombre del ballet en sentido estricto. Un fragmento ideado por Wheeldon ha sido integrado en la versión canónica de “El lago de los cisnes” del Royal Ballet. Eso tiene un poder simbólico, y es algo que antes sólo han hecho en la Casa británica Frederick Ashton, Anthony Dowell y Ninette de Valois. Ha creado también su propia compañía, la Morphoses/The Wheeldon Company, con sede transatlántica entre el Sadler’s Well londinense y el Lincoln Center for The Performings Arts neoyorkino: su grupo repite su destino estético personal.

En 2000 Christopher dejó voluntariamente de bailar para concentrarse en la creación (no se dejó dominar por el ego de las tablas y la lisonja del espejo). Para muchos fue un acto de sacrificio, para otros, de inteligencia. En 2001 le nombran en NYCB coreógrafo residente, el más joven en el medio siglo de historia del conjunto.

Con esta biografía, no es raro que escogiera a Enrique VIII para un ballet, un rey que haría hoy las delicias de la prensa rosa. Enrique VIII se casó seis veces; primero con Catalina de Aragón (que le dio una sola hija, apodada después Maria La Sanguinaria). Catalina no hablaba inglés y la declararon nula “ad initio”, y Will Cuppy le da el honor de ser la responsable del renacimiento de la horticultura en las Islas británicas (le regaló un jubón púrpura a Enrique, que lo rechazó por considerar que estaba poco adornado: sólo tenía en el bordado un centenar de perlas minúsculas); esto probablemente no ha sido útil para el ballet de Wheeldon, pero los buenos coreógrafos sacan agua cristalina de un pedrusco, y el biógrafo de la Reina aragonesa, Garrett Mattingly, cuenta cómo esta tímida princesa fue la artífice del famoso encuentro “del prado de oro”, una reunión entre reyes que en realidad devino una competencia a ver quién se ponía encima brocados más refulgentes. Ana Bolena, sin embargo, era otra cosa: le gustaban los chistes y los trabalenguas y su mayor mérito fue ser la madre de la reina Isabel I (otra que merece un ballet y que heredó de su madre “la displicencia ante los acontecimientos”, según Gibbons). Después de ser acusada (se dice que en falso) de adulterio, incesto, alta traición –y eventualmente se agregan robo y brujería-, Ana Bolena fue decapitada limpiamente por un verdugo francés con una espada francesa (lo hicieron viajar ex profeso con su instrumento para la ejecución de marras) y aún hoy se discute entre Lores y Pares si una calle debe llevar su nombre en Londres, pero ella también merecía un papel sobre las zapatillas de puntas: era una consumada bailarina, y así fue elogiada por el poeta William Forrest. Ana Bolena debutó en la corte bailando un dúo (con María, otra princesa debutante hermana de Enrique) en el baile de disfraces de marzo de 1522; su danza fue “en extremo compleja” y fue denominada “glass of fashion”. Marcó tendencia (se había educado en París y hoy sería lo que entendemos por una “fashion victim”). No es cierto que fuera polidáctila (se rumoreaba que tenía seis dedos en la mano izquierda: EL MAL DEL DIABLO) ni que ostentara un lunar en el cuello en forma de hoz ocultado siempre por una joya, y así lo ha asegurado su biógrafo más veraz, Eric Ives. Sí es cierto, sin embargo, que John Foxe la considerara en su libro sobre los mártires como tal, y que así el protestantismo inglés la glosara durante siglos.

En cuanto a Enrique VIII, Martín Lutero le dijo de todo menos bonito (usó en su diatriba tres sinónimos de la palabra “asno”), y es verdad que amaba la música. También la leyenda del silbato de oro es auténtica: se lo colgó del cuello y lo hacía sonar “a todas horas y tan fuerte como un clarinete”. En el elenco de su herencia aparecen 15 organillos, dos clavicordios, 31 espinetas, 27 laúdes, 62 flautas, 11 pífanos, 13 trompas, 13 dulzainas, 78 flautas dulces y 5 gaitas (me parecen pocas gaitas). Cuppy se pregunta en su escrito sobre Enrique VIII dónde fue a parar el silbato “cuajado de brillantes como garbanzos”.

Gala UNICEF. Teatro Real de Madrid. Corella Ballet.

(Obras de Robbins, Wheeldon y Corella). 15 de octubre. 20 horas.

www.generaltickets.com/ www.teatyro-real.com/ www.algelcorella.org/

© 2009 Roger Salas

viernes, 4 de septiembre de 2009

Espartaco: el “peplum” en el ballet

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El género “peplum” también tiene su historia y sus héroes en el ballet, y de manera bastante paralela a la que ha tenido en las novelas y en cine. El principal de ellos, Espartaco, hoy ya un clásico, el mismo que se verá en el Teatro Real de Madrid a partir del 5 de septiembre.

Lo de la túnica y la armadura que dejan ver lustrosamente las piernas está en el ballet desde sus albores. Ya en tiempos de Luis XIII aparecen los soldados romanos en los ballets de corte (casco crestado, coraza, faldilla trabillada, espinilleras, espada, estandarte o lanza). Después, mientras reinaba su hijo Luis XIV, las armaduras se cubrieron de oro y piedras refulgentes; en el rococó, llegó el delirio: rocallas emplumadas y faldillas más cortas. En el romanticismo, en “Sylvia” (de Delibes, 1876) el guerrero Aminta fue vestido por Eugène Lacoste como un noble romano y en “El juicio de Paris” (Pugni/Perrot), el tal interpretado por Arthur Saint-León aparecía con armadura de la legión estilizada: puros caprichos decorativos, licencias del escenario de danza. En “Cleopatra” (Fokin, San Petersburgo-París 1909) Leon Bakst rediseñó la entrada de Marco Antonio en armadura, corona de laureles y cuadriga de caballos blancos, amén de 12 maromos de la legión.

Pero el ballet-peplum genuino como tal es un invento soviético de los tiempos del realismo socialista, y eso tiene una obra mayor: “Espartaco” (hasta hoy en más de 50 versiones en todo el mundo) y su explicación en dos factores: la divulgación de las novelas históricas en la desaparecida Unión Soviética y el argumento mítico, al que ya hizo alusión Carlos Marx, de los esclavos rebelándose contra los poderosos. Si Lenin se había referido también a Espartaco, cómo no hacer un ballet en el apogeo del realismo socialista. El origen está en una de las tantas novelas del siglo XIX que popularizaron la legendaria historia del esclavo tracio, escrita por Raffaello Giovagnoli (Roma 1838 – 1915), que leyó de niño “Il Compendio della Storia Romana” de Oliver Goldsmith y quedó ya fascinado con el mundo antiguo, así subtituló su novela años después como “Racconto Storico del Secolo VII Dell´Era Volgare”. En 1874 se hizo en Milán una edición del “Espartaco” de Giovagnoli ilustrada por Nicola Sanes que fijó un ideario iconográfíco que atravesó géneros y modas y en 1882 se tradujo al inglés. Otras novelas contribuyeron a la furia romana, desde “Quo vadis?” (Sinkiewicz) a “Fabiola” (Wiseman) pasando por “Los últimos días de Pompeya” (Lytton) lo que nos trae hasta “Gladiator” (2000), el oscarizado filme de Ridley Scott, que calca a otro peplum anterior: “La caída del imperio romano” (1964). “Gladiador” se parece a todos sus predecesores, y especialmente al ballet “Espartaco”, de donde toma el color negro para las vestiduras de Cómodo (y los malos en general, incluida la pérfida Aegina que encarnaba en Bolshoi la gran bailarina Nina Timofieva) y su obsesión por los juegos y las batallas de gladiadores. Por qué le dieron un Oscar al vestuario de “Gladiador” es un misterio: pensar un momento en la armadura blanco nuclear de Cómodo, y es que todos le deben la vida y la inspiración a Edgard Gibbon, aquel señor que medía 1.24 de estatura y escribió una obra eterna y monumental en el siglo XVIII: “La decadencia y caída del Imperio Romano” (que inspiró a Samuel Broston la producción de su filme en Madrid). En el primer tomo, Gibbon cita a Espartaco y las fuentes que se conocían en su tiempo, que son casi las mismas de hoy: de Plutarco a Cipriano, Floro, Salustio, Columela y Plinio el Viejo. Hay quien agrega las sátiras de Juvenal.

Se estima y admite por la historiografía romana, que Espartaco nació en la localidad tracia de Sansdanski (hoy en Bulgaria) alrededor del 113 a.n.e. y murió en Lucania, en el 71 a.n.e. También se le sitúa como eje de la III Guerra Servil (de los esclavos o de los gladiadores). La realidad es que hubo por entonces varios “espartacos”.

El “Espartaco” de Stanley Kubrick es de 1960 (el cineasta renegó siempre de la película) y el Ballet del Teatro Bolshoi de Moscú bailó esta obra (versión Moisseiev) en el Metropolitan Opera House de Nueva York en septiembre de 1962. La sorpresa fue mayúscula: la estética era similar y así se dijo en las crónicas, la estilización del mundo romano coincidía en muchas cosas; los diseños eran de Alexander Konstinovski. El filme de Kubrick se inspira, con guión de Dalton Trumbo, en la novela homónima de Howard Fast (que la empezó a escribir en la cárcel en 1950 y que cuando era comunista de pro llegó a recibir el premio Stalin). Fast había leído atentamente tanto la de Giovagnoli como la de Arthur Koestler: “Los gladiadores” (1940), sin duda la mejor de la saga. Koestler también pasó por Moscú en los años treinta (después se arrepintió amargamente) y en Fast está también sesgadamente la “Spartacus” (1933) de Lewis Grassic Gibbon (seudónimo del escocés James L. Mitchell), donde el protagonismo se cede al eunuco Kleón, personaje ficticio que deviene mentor de Espartaco y rememora su vida de esclavitud infantil y abusos sexuales a los que había sido sometido de pequeño. En el ballet “Espartaco” aparecen los dos niños que documenta la historia: los hijos del esclavo y su adorada Frigia. En la novela de Lew Wallace de 1880 (lo cita Derek Elley en su libro “The epic films, myth and history”) las mujeres son tratadas de manera relevante, como contrapartida dramática, lo que después retoma el cine y el ballet. La teoría de la escritora australiana Colleen McCullough en “Fortune´s Favorites” (1993) [traducida al francés como “Colêre de Spartacus”] no tiene desperdicio: Espartaco, según ella, era un soldado romano disidente y renegado, y de ahí su pericia con las armas y su capacidad para ordenar la tropa. Y ha tenido eco. McCullough es una neuróloga que se empezó a aficionar al mundo antiguo en sus diez años en Yale, hasta convertirse en una novelista de éxito. Otras películas peplum con irregular interés son “Demetrius y los gladiadores” (1954) y sobre todo “Barrabás”, basada en la novela del premio nobel sueco Pär Lagervikst.

El primer “Espartaco” en ballet se hace en Leningrado coreografiado por Leonid Jacobson (San Petersburgo, 1904 – Moscú, 1975), brillante artista de origen judío que sufrió ocasionalmente represalias y confinamiento en el periodo estalinista. El guión era (y es, con variantes, el mismo de hoy en todas las versiones) de Nikolai Volkov, el más importante libretista de ballet de la era soviética. De su pluma salieron en la época dura del realismo los argumentos de “Las llamas de París” (Vainonen, 1932) que relataba el asalto a La Bastilla por las hordas revolucionarias y “Cinderella” (Prokofiev, 1945). También creó el texto de “La fuente de Bakjichisarai” (Zajarov, 1934). “Espartaco” fue su último gran empeño literario, pero lo había comenzado a bocetar antes de la segunda guerra mundial y al principio no obtuvo el beneplácito de los directores del Teatro Bolshoi, que lo consideraron “en exceso historicista, recargado y por momento incomprensible dada la abundancia de personajes”.

El compositor Aram Kjachaturian (Tbilisi, 1903 – Moscú, 1978) que había nacido en el gueto armenio de la capital georgiana fue el único que se interesó en el libreto de Volkov y comenzó un largo proceso para la composición plagado de interrupciones que duró más de 15 años. Kjachaturian escribió en el diario “Pravda” en 1953: “El Teatro Bolshoi me ha comisionado que escriba un ballet sobre el antiguo gladiador romano Espartaco, que en sus heroicas gestas tiene mucho que ver con las resistencia épica del pueblo ruso ante los invasores nazis”. Stalin (que también era georgiano y se llamaba en realidad Josip Djugajvili) bendijo la idea, pero ese mismo año murió. Al estreno moscovita en 1958 fue su sucesor: Nikita Kruschov y salió contento, aunque la primicia mundial fue la citada del Teatro Kirov de Leningrado el 27 de diciembre de 1956, con diseños de Valentina Kjodasevich y protagonizado por Askold Makarov (Novo-Mossalskoie, 1905 – San Petersburgo, 2000).

Actualmente el Ballet Estatal Ruso de San Petersburgo (lo creó en 1966 Piotr Gúsev y lo dirigió desde 1969 hasta su muerte en 1976 el propio Jacobson) lleva en su repertorio el programa homenaje al maestro, donde está una interesante versión suite en un acto de “Espartaco” que redactó en 1971 y que no se repuso hasta 2002; contiene 10 números capitales de la obra total y una breve obertura:

1. Triunfo de Craso

2. Danza de Aegina (adagio 1)

3. Etruscas

4. Combate de gladiadores I: africano, númida, galo

5. Combate de gladiadores II: Retiarii // Mirmillón

6. Vírgenes gaditanas

7. Sublevados

8. Frigia y Espartaco (adagio / pas de deux)

9. Último combate de Espartaco

10. Llanto de Frigia (Réquiem)

Jacobson basa su “Espartaco” en la llamada “plástica libre”, teoría no convencional y tardofokiniana que fue precisamente una de las cosas que antaño le complicó la vida en la rígida disciplina de las instituciones soviéticas. Jacobson es, probablemente, el más brillante seguidor de Fokin y su biela de transmisión hasta el ballet ruso-soviético contemporáneo. En el estilo de Grigorovich hay muchos elementos atribuibles a la influencia de Jacobson, trazas que también vemos en las estructuras coréuticas de Oleg Vinogradov o Boris Eiffman.

Luego, en 1958 en el Bolshoi de Moscú, la coreografía la hizo Igor Moisseiev (Kiev, 1906 – Moscú, 2007) y Espartaco lo encarnó Alexander Konstantinov. Moisseiev, cuyo primer ballet se llamó “El balón de fútbol” (música de Oranski, 1930) inauguró otro subgénero: los ballets sobre el balompié (hizo varios títulos). Entonces en su propio “Espartaco” asumió al centurión Craso, el malo de la trama.

Jacobson era un hombre cultísimo (leía francés, italiano y alemán) y eliminó las zapatillas de punta: sólo sandalias y túnicas, en contraste con las armaduras (el metal dorado) de los romanos. Luego los esclavos-gladiadores asumen el metal (espadas y escudos), pero en bruñido rústico. Estas premisas estéticas son suyas y se mantienen hasta hoy. Jacobson subtituló su ballet “Escenas de la vida romana” y hay una sección con las bailarinas de Gades, llamada “”Vírgenes gaditanas”; también destacó los dos adagios: el de amor de Frigia y Espartaco (pas de deux: fidelidad, entrega) y el de Aegina (decadencia y crueldad sin límites).

Cuando el también georgiano Simón Virsaladze diseñó la versión de Yuri Grigorovich en abril de 1968 estimó sostener este índice cromático y de dibujo, pero con líneas mucho más actuales o simplificadas y sus característicos brochazos de oro o grana; la orquesta la dirigió Gennadi Rozjdestvenski (que además había intervenido junto al compositor en los múltiples cortes a la partitura original para adaptarla a la nueva reescritura del guión); Maris Liepa hizo Craso y la producción se ganó el Premio Lenin de ese año. El Bolshoi en pleno desembarcó, flamante, en Londres en julio de 1969 con el “Espartaco” de Grigorovich y Clive Barnes escribió entonces: “desde “Romeo y Julieta”, esto es lo más grande que ha hecho el ballet soviético”. En realidad este cuajad producto en lo estilístico y en el empaque de una gran producción destinada a permanecer en el repertorio, se había empezado a fraguar en Leningrado en 1956, trece años antes.

Hay un filme en blanco y negro de Maya Plisetskaia en el lamento de Frigia (final de la obra, requiem) sobre el cadáver de Espartaco, según Jacobson. Merece verse. Ballet moderno y grandeza sin fisuras en la interpretación que ha dejado huella hasta en Grigorovich.

El primer Espartaco en esta versión de hoy (Grigorovich) fue Vladimir Vassiliev y la primera Frigia su mujer, Ekaterina Maximova. Fue la consagración de ambos.

La estética del personaje Espartaco (recio esclavo tracio, musculoso y rudo, heroico e indomable) en el ballet es de esencia romántica (la misma que reconoce Kjachaturian en las estructuras musicales descritas) y tiene su antecedente en la escultura. En el Louvre está el Espartaco monumental de Denis Foyatier (1793-1863) con las cadenas rotas y en el Jardín de las Tullerías topamos con “El juramento de Espartaco”, mármol de 1871 de Louis-Ernest Barrias (1841-1905) en el que el rebelde ya está muerto y descendido de la crucifixión; en ambas hay remedos de Miguel Ángel y de Bernini. Con esta última estatua ciertamente misteriosa pasa lo mismo que con el Ángel Caído del Parque de El Retiro de Madrid, que hay interpretaciones para todos los gustos. La de París la han llamado “monumento a la pedofilia”: Espartaco tiene a su lado a un niño, que es su hijo en la leyenda, y que le sobrevive y se venga. En el cine, hubo las dos secuelas, protagonizadas ambas por Steve Reeves: “El hijo de Espartaco” y “Espartaco y los 10 Gladiadores” (1964). El apogeo moderno del peplum ha sido la serie televisiva “ROMA” (HBO), donde hubo gladiadores buenos y mujeres malas malísimas.

Kjachaturian, que ya empezó a tener problemas con el aparato soviético a partir de su concierto para violonchelo y orquesta de 1946, escribió música incidental para 25 películas y más de 20 montajes teatrales en sus casi 60 años de vida activa como compositor. Hizo tres ballets importantes: “Gayané”, Mascarada” y “Espartaco”. Su primera obra para danza fue “Alegrías” (sobre un libreto lírico de Ilia Arbátov) y fue estrenado en Yerevan en 1939; esta es la obra que se reescribe y se convierte en “Gayané”, estrenada por el Ballet Kirov de Leningrado en Molotov-Perm en 1942, en plena segunda guerra mundial, con la gran Nina Anísimova. La gran escultora de ballet Ekaterina Yanson-Maniser modeló varias esculturas sobre Anisimova y sobre “Espartaco” y sus personajes, entre ellos, una “Frigia” de 1963.

El año pasado, el Ballet del Teatro Bolshoi viajó a París con “Espartaco” y con el bailarín cubano Carlos Acosta como invitado. Fue un gran triunfo en la Ópera Garnier; antes habían bailado en Londres. Acosta, primera estrella global del ballet de raza negra, hizo revivir la frase del General Étienne Maynard Bizefranc, Conde de Lavaux, que llamó despectivamente al rebelde haitiano Toussaint L´ouverture, el “Espartaco negro”.

En el Teatro Real de Madrid encarnará Espartaco un joven de 23 años: Ivan Vassiliev. Debutó en este papel a los 19 años recién llegado a la compañía desde Ucrania. Un record: ha sido el bailarín más joven en encarnar sobre las tablas de la ópera moscovita un gran rol. Crítica, público y profesión se han rendido a su fuerza viril, a su danza heroica y pujante. Hay quienes le arrojan claveles y dicen que, claro, es el nuevo Vassiliev.

© Roger Salas / © EL PAIS

Pina Bausch. Un obituario

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Este segundo artículo sobre Pina Bausch pretende ser un obituario más detallado, de cara al lector interesado en su biografía y en los enlaces estéticos de su obra, y contiene coincidencias con el anteriormente publicado. La lista de coreografías que se adjunta al final es una selección personal alrededor de catálogo que necesitaría mucho más espacio y un estudio más dentro de la ciencia coréutica. El legado de Pina Bausch, como recientemente me dijera su amiga, la bailarina y coreógrafa Susanne Linke (que bailó hace más de 30 años con ella “La consagración de la primavera”) está destinado a permanecer dentro de los grandes repertorios de la danza, tal como lo han hecho los clásicos del siglo XIX.

(C) 2009 ROGER SALAS

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(C) Ursula Kaufmann

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La bailarina y coreógrafa Pina Bausch murió el pasado martes 30 de junio de manera repentina en el Hospital de Wuppertal. Padecía un cáncer que le había sido notificado apenas cinco días antes. Hasta el domingo anterior, la eminente creadora se mantuvo en activo y en contacto con su compañía de danza, según comunicó en mismo día 30 Ursula Popp, portavoz del conjunto en la Ópera de Wuppertal. Había nacido de nombre Philippine el 27 de julio de 1940 y en plena segunda guerra mundial en la ciudad industrial de Solingen, reputada por la calidad de su acero y la manufactura de tijeras y cuchillos. De pequeña, convivió con sus mayores en un restaurante-bar que regentaba su familia en esa ciudad, y allí recibió unas clases de folclore que revelaron sus dotes físicas. A los 15 años, Pina fue enviada en 1955 a la ciudad de Essen, a la reputada institución de danza moderna Folkwangschule, dirigida por Kurt Jooss y heredera de los preceptos de Rudoph von Laban. Entre otros maestros importantes además de Jooss, allí recibió enseñanzas de la exbailarina finlandesa Cleo Nordi (que había bailado con Pavlova y fue la primera en aparecer bailando ballet en la televisión alemana), de Sigurd Leedor y en su segunda etapa en Essen, de Jean Cebron. A los 19 años, Pina obtuvo la primera beca para ir a completar estudios a Norteamérica. Jooss, que había vuelto a Alemania en 1949, la animó y así llega a la recién creada Dance Division de la Julliard School de Nueva York. Sus principales maestros e influencias fueron Antony Tudor y Mary Hinkson. Después Tudor la lleva como bailarina a la Metropolitan Opera y también trabaja para Paul Taylor, con quien estrena “Ballet Tablet” (1961). En estos años, Pina conoce un maestro importante en su vida: Alfredo Corvino, que será en adelante “su” maestro de ballet y que luego será también un habitual de Wuppertal. En esta época aparece en su currículo La Mari, una maestra de flamenco y danza española. En Nueva York bailó en las compañías de Paul Sanasardo y Donya Feuer.

Al regresar a Essen, Pina baila y comienza a experimentar con la coreografía. En 1968 estrena “Fragment” (Bartok) y poco después gana el premio en el segundo certamen coreográfico de Colonia con “Um wind der Zeit”. En 1969 asume el cargo de directora de la compañía y es en 1972 cuando Arno Wüstenhöfer, sobreintendente de la Ópera de Wuppertal se interesa por su obra y la llama para que coreografíe en el “Tannhäuser” dirigido por Hans Peter Lehmann, el “Venusberg ballet” (Wagner). Poco después le piden que asuma la dirección del ballet y le permiten agregar a la plantilla de Wuppertal los elementos de la Folkwang-Tanzstudio de Essen. Esta reunión de bailarines sería decisiva también para el futuro.

Con toda seguridad Pina Bausch fue la artista más influyente en la década de los ochenta y noventa del siglo XX no sólo sobre la danza. Sus trazas se encuentran en Robert Wilson, en William Forsythe y en prácticamente toda la danza y el teatro que subsiguieron, a veces bajo cuerda, a veces con una literalidad que nunca la molestó y que a veces, hasta la hacía sonreir; su satirización fría del cotidiano creó escuela hasta en el cine.

En cierto sentido, Pina Bausch fue víctima de los mercaderes, a los que nunca tuvo la fuerza suficiente para expulsar del templo. De los avariciosos “managers” se puede responsabilizar la explotación de ese filón que representaba hacer una epidérmica estancia en una ciudad, y luego firmar una obra, ampliamente pagada por las autoridades locales. Algunas salieron bien, como “Palermo, Palermo”, la de Estambul o de Lisboa. La mayoría se quedaban en el trámite, como la de Madrid, siempre en un envoltorio de calidad, factura y pulimento propios de la factoría Bausch, pero a distancia abismal de sus títulos señeros. En 2007 recibió el León de Oro de la Bienal de Venecia; el Premio Goethe en 2008 y también el Premio Europa. En 2006 fue nombrada Doctora Honoraria de la Julliard School. Ha sido excepcional la relación de Bausch con la Bienal de Venecia. Bailó por primera vez en la Ópera La Fenice como parte de la Bienal de Teatro de 1985, cuando la dirigía Franco Quadri, que le organizó una retrospectiva antológica; por última vez lo hizo también en La Fenice en 2007 con la obra “Agua”, inspirada en Brasil.

En España el descubrimiento fue tardío. Actuó y bailó por primera vez en el Teatro de La Zarzuela de Madrid en octubre de 1985 y apareció por última vez en un escenario español en el Liceo de Barcelona en septiembre de 2008 con la misma obra: “Café Müller”. A su lado se ha mantenido siempre una artista española, la bailarina madrileña Nazaret Panadero. Pero su conexión española iba más lejos a su pasión por el flamenco. Conoció uno de los templos del género: el café Candela, en Madrid, donde vivió noches de arranques y “honduras”. Trabó una amistad verdadera con Eva La Yerbabuena, y la llevó a bailar a Wuppertal a partir del las festejos por el 25 aniversario de la compañía. Su repertorio abarca cerca del medio centenar de títulos, y de entre ello se destacan: “Fragment” (Bartok), 1968; “Um wind der Zeit” (premio en Colonia, 1969-1970); “Tannhäuser” [“Venusberg ballet”] (Wagner), 1972; “Fritz” (Hufschmidt), 1974; “Ifigenia en Taúride” (Gluck), 1975; “Orfeo y Eurídice” (Gluck), 1975; “La consagración de la primavera” (Stravinski), 1975; “Los siete pecados capitales” (Kurt Weill / Bertold Brech, 1976; “Barbarroja”, 1977; “Renate emigrate”, 1977; “Café Müller”, 1978; “Kontakthof”, 1978; “Arien”, 1979; “Legend of Chastity”, 1979; “1980, Una pieza de Pina Bausch”, 1980; “Bandoneon”, 1980; “Walzer”, 1982; “Nelken”, 1982; “On the mountains…”, 1984; “Dos cigarros en la oscuridad”, 1985; “Viktor”, 1986; “Palermo, Palermo”, 1989; “Una tragedia”, 1994; “Danzon”, 1995; “Nefés”; “Vollmond”; “Masurca Fogo”; “Agua”, 2006; “Bamboo blues”, 2007; y una última creación inspirada por un viaje a Chile, estrenada en Wuppertal hace apenas unos días y que la crítica alemana no ha dudado de calificar como su “resurrección estética” después de una larga etapa algo sombría. La compañía tiene previsto mantener sus compromisos hasta julio de 2010 en Atenas, y en noviembre de este año, inaugurarán en Festival de Otoño de Madrid en los Teatros del Canal con “Kontakthof”. El día 4 de julio, la compañía de Pina Bausch bailó en el Festival de Spoleto (Italia) “Bamboo blues”.

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(C) artwork Gearld Uferas

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Pina Bausch: una selección de sus obras:

“Fragment” (Bartok), 1968

“Tannhäuser” (Wagner), 1972

“Fritz” (Hufschmidt), 1974

“Ifigenia en Taúride” (Gluck), 1975

“Orfeo y Eurídice” (Gluck), 1975

“Consagración…” (Stravinski), 1975

“Los siete pecados capitales”, 1976

“Barbarroja”, 1977

“Renate emigrate”, 1977

“Café Müller”, 1978

“Kontakthof”, 1978

“Arien”, 1979

“Legend of Chastity”, 1979

“1980”, 1980

“Bandoneon”, 1980

“Walzer”, 1982

“On the mountains…”, 1984

“Dos cigarros en la oscuridad”, 1985

“Viktor”, 1986

“Palermo, Palermo”, 1989

“Una tragedia”, 1994

“Danzon”, 1995

“Nelken” 1982

“Bamboo blues”, 2007

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(artwork) David Lago González


lunes, 17 de agosto de 2009

"El Lago de los Cisnes" y la línea británica

Entre los demonios de esa filiación surgen
de cuando en cuando algunos terribles,
de amplios temperamentos (…). Dotados de
un inmenso poder sobre las almas blancas,
las atraen a sí y las trituran. Lo cual es grande
y bello en su estilo. (…) Es la poesía del mal.


Honoré de Balzac
(“La última aventura de Vautrin”)

Cumplió hace poco “Lebedinoe Ozero” 130 años. Llamado en broma y con cierto sarcasmo dentro de la profesión, “El charco de los patos”, es el ballet del repertorio más conocido universalmente tanto por su coreografía como por su música y lo emblemático de su personaje protagonista: el cisne blanco que ocasionalmente se vuelve negro y luego vuelve a ser redentor y blanco. La obra con música de Piotr Ilich Chaicovski y coreografía del checo Julios Wentzel Reisinger se estrenó en el Teatro Bolshoi de Moscú el 4 de marzo de 1877 (20 de febrero en el calendario juliano). Fue un fracaso. Llovieron coles (allí no había tomates y menos en invierno) sobre el escenario. Dicen los biógrafos más autorizados del músico que así empezó un largo proceso depresivo del que el compositor no se repuso y que finalmente le llevó al suicidio en San Petersburgo 16 años más tarde. El avatar de “Lebedinoe ozero” (en su trascripción literal del cirílico) no había hecho más que comenzar. Chaicovski había escuchado los ballets de Leo Delibes (especialmente “La Source” y “Coppélia”, esto lo animó a acercarse a un género que no le gustaba especialmente) y como dice el analista Roland John Wiley, el “eco francés” en los ballets del ruso parten de esa elevada influencia.
La primera producción del “Lago” fuera de Rusia se hizo en el Teatro Nacional de Praga el 21 de febrero de 1888, durante una visita del ya consagrado compositor. El maestro-coreógrafo August Berger (que también encarnó al Príncipe Sigfrido) montó el segundo acto para la segunda velada donde el propio Piotr Ilich dirigió la orquesta, menos la parte de ballet, que tuvo la batuta de Adolph Cech. Giulietta Paltrinieri-Bergrova encarnó a la Reina de los Cisnes, Odette, y el éxito hizo que se repitieran ocho representaciones.
Muerto Chaicovski, a un francés radicado en la Venecia del Norte, Marius Petipa (ya había hecho junto al compositor “La Bella Durmiente”, paradigma del gran academicismo en ballet), se le ocurrió encargar a su ayudante nativo, Lev Ivanov (verdadero genio del ballet coral académico), que remontara con las estudiantes del ultimo año del conservatorio y algunas bailarinas de la plantilla, el segundo acto blanco de “El lago…”, llamado así por el color de las aves lagunares y por evocar los actos blancos románticos de “Giselle”, “La Sylphide”, etc. Ante el éxito, Petipa mismo montó el resto (actos 1 y 3) y se repuso “El lago de los cisnes” completo casi como lo vemos hoy, con trufados musicales del italiano Riccardo Drigo y cambios logísticos en las escenas y el argumento (el acto 4 también lo hizo Ivanov), aspectos que ha estudiado en profundidad tanto Demidov como Roslaeva.
Como sugiere Iris M. Fanger, la historia real de “Lago de los cisnes” en Occidente comienza en 1908, con unas giras de Anna Pavlova y Adolph Bolm, que completan la plantilla con bailarinas locales para representar los actos 2 y 3 en Escandinavia y Alemania. Cuando en 1909 el Zar va a Viena, Pavlova y Nicolas Legat bailan allí una versión en 3 actos, y en Londres, el 16 de mayo de 1910, se ve en el London Hippodrome un “Lago” (reducción del segundo acto) bailado por Olga Preobrajenska y 20 bailarina más entre rusas y alguna nativa. “Madame Preo” [o Preobrazhenskaya] desde los estudios Wacker de París, va a tener un papel fundamental como biela de transmisión del personaje de Odette-Odille a un arco de bailarinas que va de Tamara Toumanova a Danilova, Chauviré, Alonso, Hightower, Fonteyn. Hay que leer el delicioso capítulo de Elvira Roné en la biografía de la maestra rusa sobre el asunto de los famosos 32 fouettés del Cisne negro para entender muchas derivas estéticas que han venido después.
En Londres, el 30 de noviembre de 1911 se presenta una gran producción considerada la mejor de entonces, con la dirección de Serguei de Diaghilev donde bailaron en Covent Garden Matilde Chessinska y Vaslav Nijinski. La presencia de la obra se afianzó en el repertorio y su aceptación era un hecho. En 1912 en Montecarlo, bajo égida de Diaghlev, se ve otra versión en sólo dos actos, versión que fue revisada y revivida después de la Gran Guerra y que se mantiene activa entre 1923 y 1926.
Un maestro ruso, Nicolas Sergeyev llega a Londres con las anotaciones coreográficas en sistema Stepanov, y allí Ninette de Valois en 1934 le encarga “Lago” para el Sadler´s Wells Ballet. Ya Alicia Markova y Antón Dolin en 1932 habían hecho un segundo acto londinense en el espíritu de Diaghilev. El estreno de 1934 fue de Markova y Robert Helpmann. Margot Fonteyn bailó su primer “Lago” en Sadler´s Wells el 16 de diciembre de 1935. Hizo sólo Odette (cisne blanco) y Ruth French hizo Odille (cisne negro). Fonteyn encarnó el papel dual (Odette-Odille) por primera vez el 15 de noviembre de 1938. Esta producción fue dotada de nuevos trajes diseñados por Leslie Hurry para el debut del 7 de septiembre de 1943. Las adiciones coreográficas de Frederick Ashton en el “Lago inglés” entran en boga en 1952 (vals pas de six en el segundo acto y la tarantella napolitana sobre la olvidada “Danza veneciana”). En 1963 Ashton adicionó un prólogo que luego suprimió en 1967; también movió un pas de Quatre del segundo al tercer acto y rediseñó la “danza española”. Finalmente, en la temporada 1973-74 tras cuatro décadas de vaivenes sobre la versión Sergeyev, se restaura la versión Petipa-Ivanov. Paralelamente, Sergeyev hizo otro Lago en Londres en 1943 para el International Ballet de Mona Eglevski con decorados y trajes de Hugh Stevenson en el Adelphi Theatre bailando Nana Gollner y Paul Petrov.
En marzo de 1987 Anthony Dowell pone en escena con el Royal Ballet una nueva producción, y en el equipo incluye al citado musicólogo Profesor Wiley, que ha escrito el mejor análisis de las partituras de ballet de Chaicovski y experto en la notación Stepanov, cuyos originales se custodian hoy en la Harvard Theater Foundation; los diseños se encomendaron a Yolanda Sonnabend inspirados en escenas de la corte imperial rusa y el primer reparto lo encabezaron Cynthia Harvey y Jonathan Cope. Dowell había bailado muchísimo las versiones precedentes en Covent Garden, especialmente la versión de 1963 con los diseños de Carl Toms y acompañado de Georgina Parkinson. Su versión actual hereda todo lo vivido y bailado. No puede ser de otra manera, si se respeta el género.
Ya alrededor de 1936 el crítico inglés Cyril W. Beaumont menciona por primera vez que la dualidad del cisne blanco-cisne negro es comparable a la literaria del Doctor Jekyll y Mister Hyde, contraposición y lucha del bien y el mal sobre la misma figura escénica. Desde el siglo XIX, el papel de los dos cisnes (el blanco enamorado bajo un encantamiento y el negro seductor conducido por un emisario del mal o brujo) han sido encarnados por una sola “prima ballerina” que debe exprimir sus cualidades histriónicas, actorales y dancísticas para convencer en ambos caracteres. La italiana Pierina Legnani fue la primera (hacía los 32 fouettés o vueltas continuas sobre una punta sin inmutarse ni moverse del sitio); la siguieron las rusas Pavlova, Karsavina, Probrayenska, Spessitseva hasta llegar a la gran Maya Plisetskaia, probablemente la mejor con y sin los 32 fouettés.
En Occidente, ha habido también grandes cisnes: la inglesa Alicia Markova, la cubana Alicia Alonso, la norteamericana Rosella Hightower. La danza española de “El lago de los cisnes” precede a la salida a escena del mal en el tercer acto: ese cisne negro que obnubila y seduce al Príncipe Sigfrido. Las bailarinas de la danza española van de negro y oro: emblema del vestir oficial en Felipe II y la España Negra. Esa tradición se sostiene. El “Lago” es también la historia de Rusia, dijo el reputado escritor de danza Vadim Gayevski. En 1991, el 19 de agosto, mientras la televisión rusa transmitía por un canal el discurso del golpista Genadi Janayev, en la otra cadena, pasaban “El lago de los cisnes”.
Hay al menos dos razones para que “El lago…” encabece el repertorio universal: su concepción definitiva cuajó justo en el apogeo del uso del vocabulario clásico, y, a partir de allí, sus exigencias técnicas e interpretativas se convirtieron con el tiempo en la meta ansiada de toda ballerina. De hecho, temperamentos tan dispares entre sí como Chauviré y Fontein o Plisetskaia hicieron cada una su propia versión del personaje Odette-Odile, y así han quedado en secuencias de cine y fotografías que hoy son parte de la historiografía balletísitca y de la inevitable mitomanía balletómana.
Pero la pauta la habían marcado antes rusas y soviéticas, las bailarinas de alma eslava, en el decir de Irene Lidova, que fueron quienes fijaron definitivamente algunas reglas que son la base de toda interpretación del mítico cisne (muchas de ellas recalaron en Londres tras las diásporas del siglo XX). Luego de Pierina Legnani, Matilde Kchessinska fue la primera rusa que intercaló los 32 fouettés en el tercer acto, y poco a poco la secuencia se llenó de dobles piruetas, movimientos de brazos y otras dificultades técnicas que hoy abundan y hasta son exceso frecuente. En 1908, Tamara Karsavina, de fascinante belleza, aportó una romántica imagen de princesa-cisne. Después, Vera Trefilova selló su nuevo lirismo, y la Egórova caracterizó el adagio con la imagen de un pájaro cautivo. En medio, Anna Pavlova, con su solo “El cisne” (Fokin), sobre la pieza de Saint-Saëns, influyó decisivamente sobre montadores y bailarinas con su efecto de batir de alas, lo que llegó a convertirse en un toque manierista que siempre se le exige a la intérprete y que no consta en el original.
En los años veinte, la legendaria Olga Spessivtseva cristalizó definitivamente la línea moderna del papel. Aún después, dos nombres más limaron las últimas aristas del cisne: Marina Semionova, quien insufló feminidad a la caracterización, y Galina Ulanova, toda delicadeza y elegancia, que dio al cisne blanco (-nunca asumió a la diabólica Odile salvo en una matinée en Leningrado en 1940 de la que no quería ni acordarse-) una inmensa interpretación de modo que la leyenda del cisne devenía en un profundo y creíble drama humano.
A partir de Alicia Markova en Londres, en 1934 (y esta es la tradición que llega hasta el Royal Ballet de hoy), proliferaron los cisnes en el mundo del ballet. Hay muchos nombres injustamente opacados por otros. Desde entonces, la remodelación de la obra en general y del personaje en particular ocupó a coreógrafos, y hoy día se asiste a muchas representaciones donde, a pesar de la extrema corrección del baile, la vibración artística brilla por su ausencia. Cada vez es más difícil encontrar hitos reseñables. Es preceptivo citar a Makarova (¡siempre las rusas!); en la escuela francesa Ghislaine Thesmar y Noella Pontois son ya inolvidables; en Norteamérica, Cinthia Gregory y más recientemente, con razón Clive Barnes glosó a Magali Messac; la cubana Rosario Suárez tuvo en su momento también la atención de la crítica internacional. Las inglesas de hoy han seguido las huellas de sus heroínas (Moira Shearer, Pamela May, Beryl Grey, Violetta Elvin (Prokhorova), Nadia Nerina…) inmortalizadas todas en las fotos de Baron.
El mal en el ballet siempre es vencido (se representa para ser conjurado, recordemos “Satanella” o “Faust”), pero no por ello el ballet es un arte inocente, sino que ha seguido los esquemas de comportamiento y enjuiciamiento de nuestra sociedad, evolucionando al mismo tiempo que ella, demostrando la utilidad políticamente correcta y amplificadora de esos postulados ejemplarizantes y “El lago de los cisnes” es su mejor ejemplo. El ballet nunca se ha librado es estos estereotipos. Si la heroína en ballet era mala, debía morir (ser vencida)… o transformarse. Casi podríamos decir con seguridad que el “happy end” a lo Hollywood lo pone en boga el gran ballet del último tercio del siglo XIX, siempre con el abatimiento del mal y el triunfo apoteósico del bien. Precisamente ahí se crea, se aúpa como arte oficial, este mundo de fantasías y parábolas de ensoñación, de trajes de tul recamados con perlas falsas. En el “Lago” original, al final el príncipe Sigfrido se ahoga, se lanza a las aguas tras el cisne encantado, pero no se trata sola y esquemáticamente de la representación, tras la argumentación narrativa y su síntesis coréutica, de la lucha entre el bueno y el malo (a veces es la buena y la mala), sino de la victoria del bien y la satanización definitiva del mal, su sometimiento al orden y a la verdad explicitada del bien y de su entendimiento aceptado por la colectividad.
La noción de sacrificio y maleficio en la danza narrativa, con sus temas mitológicos o bíblicos han sido siempre usuales, luchas entre buenos y malos. “El lago de los cisnes”, probablemente el más famoso y divulgado de la historia de la danza, está lleno de estas luchas entre el bien y el mal, expresadas de muchas maneras y a muchos niveles. Las principales son las encarnaciones de Odette y Odille por una sola bailarina. Esta idea genial no se atribuye exactamente a Marius Petipa, sino a los guionistas de la obra, basada en una leyenda medieval germánica.

© Roger Salas (texto redactado para el programa de "Swan Lake" /Royal Ballet en Granada. Junio 2009)

domingo, 16 de agosto de 2009

OBITUARIO - David Ashmole, primer bailarín británico

David Ashmole como el Príncipe Albrecht en el 2º acto de "Giselle"


El pasado 25 de julio murió a los 59 años víctima de un cáncer el primer bailarín del Royal Ballet de Londres David Ashmole, uno de últimos exponentes del concepto de bailarín noble y producto genuino de la Escuela inglesa. Había nacido el 31 de octubre de 1949 en Cottingham (Yorkshire) y comenzó a estudiar en la Kilburgn School (Wellingborough), de donde pasó a la Royal Ballet School. Entró en la compañía en 1969 y en 1972 adquirió la categoría de solista. Ya en 1970 dobló el papel a Nureyev, que se fijó celosamente en él, dentro del reparto de “The ropes of time”, una creación del holandés Rudy van Dantzig, que no ha sobrevivido en el repertorio.

Fue bajo la breve dirección de Kenneth MacMIllan que Ashmole ascendió al rango de “principal”. Ya en esta época, Ashton le asignó papeles en sus obras, como el Colas de “La fille mal gardée”; en “El sueño” o en “The two pigeons”.

A David Ashmole, que fue precoz, le tocó alternar escenario y repertorio en su ascensión con dos señalados artistas: Anthony Dowell y Rudolf Nureyev, lo que es a todas luces una desventaja que se tradujo en un cierto ostracismo. La crítica anglosajona lo consideraba el más refinado exponente de bailarín clásico de su generación, y que sus encarnaciones de Albrecht en “Giselle” o Sigfrido en “El lago de los cisnes” eran canónicas. Otros de sus roles eran el del atleta en “Les Biches” (Nijinska); el Benvoglio en “Romeo y Julieta” (MacMillan), lo mismo que el Príncipe Desirée en “La Bella Durmiente”, el Franz de “Coppelia” o el Poeta en “Las Sílfides” (Fokin). En otra ocasión, se le encargó el estreno británico de “Dance at a gathering” de Jerome Robbins, en un reparto que contaba con Dowell, Nureyev y David Wall. MacMillan siguió contando con él, como en “Las cuatro estaciones”, pero en 1976, ante la situación de desventaja y rivalidades, decide trasladarse al Sadler´s Wells Royal Ballet, bajo la dirección de Peter Wright, llegando su época de florecimiento profesional. Allí participa en 1982 con Ninette de Valois en la recuperación de “Checkmate” (1937), uno de los pilares de la coreografía británica moderna, y de la que la BBC hizo un filme con Margaret Barbieri, David Bintley y el propio Ashmole como el Rey Rojo.

Mirando su apuesta línea y su baile elegante, Wright le hace protagonizar “Summertide”. También aparece en varias creaciones de Bintley como “Homage to Chopin”, “Night moves” y la gran producción “El cisne de Tunela” (Sibelius). Volvió a bailar esporádicamente en Covent Garden y fue “partenaire” de Margaret Barbieri, Marion Tait y Galina Samsova, con quien estrenó en 1981 una versión de “Lago de los cisnes”. En 1982 MacMillan le llama para “Quartet” (Verdi) y encabeza la inclusión en el repertorio inglés de “5 tangos” (Van Manen).

Pero en 1984 se decide a la aventura y parte a Australia, en cuyo ballet recala como primera figura masculina cuando dirigía la compañía austral Maina Gielgud e hicieron un filme sobre “La bella durmiente”. Su último gran papel allí fue en el “Orfeo” de Glen Tetley, pasando después a labores de ensayador. Volvió al Reino Unido en 1999 como profesor de materia clásica en la London Studio Centre, y se mantuvo como maestro invitado en compañías clásicas como las de Birmingham, Tokio o Sydney. Estaba casado con la exbailarina y maestra Petal Millar.

© 2009 Roger Salas / © EL PAIS



Del tutú al jazz

Un selecto grupo de estrellas del New York City Ballet baila el próximo sábado 22 de agosto en Palma de Mallorca una selección de coreografías que recoge su historia y expone los matices de su estilo.

La historia vital del New York City Ballet (NYCB) es la historia del arte moderno neoyorkino, y también, en gran parte, norteamericano; hay una vida paralela, y en concomitancia, con instituciones como el MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York), y si podemos hablar de un “estilo” de ballet norteamericano, es ese del NYCB, allí está su mejor exponente, su cúlmen en lo estético sobre la escena; y en lo didáctico, en la School of American Ballet, su cantera natural.

La Escuela Norteamericana tiene allí su foco de esplendor, la génesis de su estilo desenfadado, abierto, expansivo y brillante, y con ello, un enorme patrimonio coreográfico sostenido con mucho celo, rigor y dinámica, donde destacan tres nombres o pilares: George Balanchine (San Petersburgo, 1904 – Nueva York, 1983), Jerome Robbins (Nueva York, 1918 – 1998) e Igor Stravinski (Drianienbaum, 1882 – Nueva York, 1971). Dos coreógrafos y un compositor; dos rusos y un neoyorkino (nacido Jerome Wilson Rabinowitz al este de la gran manzana, hijo de judíos que habían huido en la diáspora a principios de siglo XX).

Algún día, se dice hasta en Hollywood, habrá que hacer el guión y la película de cómo se fraguó la amistad de Balanchine y Robbins, y por ende, el estilo y la génesis del NYCB. Fue apasionante y reflejo claro de una época. Jerome Robbins estaba buscándose la vida como joven bailarín en Broadway, y Balanchine, para subsistir (el ballet no era entonces lo que ahora), coreografiaba musicales. El 1938, Balanchine y William Dollar crean las danzas de “Great Lady” (que fue un éxito precisamente por sus bailes espectaculares) y en la plantilla estaba Jerome. Dos años después, en 1940, Balanchine vuelve a Broadway para coreografiar “Keep off the grass” y allí estaba también en primera fila el inquieto Robbins, con muchas dotes histriónicas y un tesón fuera de serie capaz de suplir sus deficiencias técnicas o formativas (había estudiado ballet con Ella Dagánova que procedía de las filas de Anna Pavlova, y danza española con Helen Veola: dos ingredientes que están en su fórmula).

En realidad nunca el ballet protonorteamericano ha estado tan lejos de lo que entendemos como “zona comercial”, es decir, Broadway y sus aledaños. Los vasos comunicantes, la génesis compartida, es evidente más allá del estricto cronológico. Y es por eso que en ambos coreógrafos está trufado el jazz y los sonidos (como también los movimientos, las evoluciones) modernos, incorporados dentro del estilo global de una manera líquida y natural. Se habla del “arrojo” como parte de ese estilo norteamericano y específicamente del NYCB, y eso está precisamente en la base que aquellos supervivientes encontraron en Broadway. Hasta el propio Stravinski cayó en esta fascinación, y en esa larga y fructífera etapa de trabajo junto a Balanchine crea la música para varios ballets del NYCB donde los ecos del jazz son más que un perfume, una evidencia cromática. Explórese a fondo el catálogo stravinkiano en su trayectoria neoyorkina y las sorpresas sonoras serán mayúsculas. Pasa lo mismo que en Balanchine, y para ello, siempre se habla hasta considerarlo tópico, de las caderas de las mujeres, que avanzan hacia el frente desafiando el canon académico, rozándolo, pero sin violentarlo definitivamente (lo que se puede ver en “Agon” y en “Los cuatro temperamentos” con mucha nitidez). En el caso de Robbins, se trata del humor, una sorna con retranca que tuvo su esplendor en piezas como “The concert” (1956) y su primer apogeo en un ballet de argumento: “Fancy Free” (1944); en “West Side Story” (1957), su obra maestra en el terreno mixto musical, contiene en abundancia estos preceptos. Su veta lírica se desboca en “Other dances”.

Probablemente George Balanchine crea junto a Lincoln Kirstein el Ballet Society (génesis en la práctica del NYCB) ya con la idea de tener en sus manos el cuerpo de baile homogéneo que necesitaba, y que tenía mucho que ver su herencia petersburguesa y académica, pero perfectamente instalado en la estética moderna que dominaba la dinámica neoyorkina. Ya en 1947 y 1948 el conjunto aparece como residente en City Center bajo el nombre de NYCB. Cuando la compañía se presentó en Covent Garden (Londres) en 1950 por primera vez, fue clamoroso el éxito a la vez que la sorpresa: había fraguado un verdadero estilo nuevo de ballet. A partir de entonces y hasta hoy, la compañía y sus bailarines regresan a Europa cada año a exponer ese legado, ciertamente renovado con obras nuevas. En 1962 el NYCB visitó por primera vez la Unión Soviética (Balanchine había emigrado de Rusia en 1924): el impacto estético derritió cualquier telón de acero.

El otro detalle que se debe tener en cuenta es que, tanto Balanchine como Robbins eran músicos consumados; poseían una rigurosa formación musical; el ruso tocaba el piano; el estadounidense el piano y el violín, y de aquí que, el otro ingrediente básico de la receta estilística sea la musicalidad del producto coreútico, como todas las coreografías patrimoniales y conservadas de estos creadores son perfectas en cuanto a la cuadratura y “liason” básicas entre lo que se oye lo que se ve, entre los pasos y la notación musical. No podía ser de otro modo: ese mecanismo de relojería es un abc del ballet en sí mismo, a pesar de que, corrientes estéticas posteriores intenten derribar o derrapar, la barrera de la armonía, terrenos que exploraron con prudencia el propio Balanchine guarnecido por Stravinski. Robbins lo hizo con Philip Glass. La abstracción como tegumento de la lectura de ballet hace que Balanchine despoje argumentos. “Tchaicovsky Pas de Deux” es su tesis de cámara sobre eso.

Una función del NYCB es garantía de alta calidad balletística, de arte mayor. Fiel a sus orígenes y demostrando una inteligencia superior (y un respeto por las tradiciones) Balanchine se las ingenió para hacer convivir en el NYCB el ballet clásico o académico con el ballet moderno. El uso del término neoclásico para englobar el estilo balanchiniano y a todo el ballet norteamericano del siglo XX es un disparate filológico y conceptual y sobre lo que aún se discute, si bien es cierto, que su acepción inglesa admite unas connotaciones que no se pueden establecer en castellano o francés. La convivencia de géneros mantiene en cierto sentido un rigor en la exposición bailada, en la resolución de las maneras, en las estructuras del baile en pareja, entre otras demostraciones. En la parte estética, Balanchine optó por mostrar los ballets en una sintetización de la ropa de ensayos: simples mallas, camisetas y ligeras túnicas en blanco y negro o colores neutros. ¿Por qué? Es parte de la tesis: la persecución de la esencialidad. “Apollon Musagete” es el mejor ejemplo. Creado en 1928 para los Ballets Russes de Diaghilev, poco a poco Balanchine lo despojó de todo componente anecdótico, una síntesis que tocó vestuario, personajes y escenografía hasta llegar a lo que veremos hoy en Palma, dentro de un programa que abarca exquisiteces como “Other dances” (Robbins); “Who cares?” (Balanchine sobre temas de Gerswhin) y el “Tribute to Ray Charles” del danés Peter Mantins (Copenhague, 1946) que llegó al NYCB en 1969, fue un brillante Apolo y desde 1990 asumió la dirección del conjunto. La muerte de George Balanchine marcó un antes y un después. Parecía que “Mr. B” iba a durar eternamente, había esa sensación, y probablemente habría vivido más de no ser por la encefalopatía espongiforme bovina (síndrome de las vacas locas o enfermedad de Creutzfeldt-Jakob) que contrajo a través de un ungüento reparador cicatrizante que contenía tuétano y usó tras su enésimo “lifting” (era muy donjuanesco y presumido).

También fue en NYCB donde primero un bailarín negro llegó a la categoría de primera figura. Entonces parecía una llamativa excepción: corría el 9 de noviembre de 1955 cuando, como invitado, Arthur Mitchell bailó en “Western Symphony”. Bailó para quedarse, y Balanchine, entre otros roles, creó para él Puck en “Sueño de una noche de verano”. En 1957, junsto a Diana Adams, formó parte del “cast” original de “Agon” y su “pas de deux” central, el mismo que se verá hoy en el auditorio insular.

La parte clásica en este programa se respalda con un botón de oro: “Don Quijote” (pas de deux) bailado por el madrileño Joaquín de Luz; también bailará “Other dances” otro mesetario: Gonzalo García.

Estrellas del New York City Ballet. Auditorio de Palma de Mallorca. 22 de agosto, 22.00 horas. www.temporadadeballet.es /

© 2009 Roger Salas / © EL PAIS