Un selecto grupo de estrellas del New York City Ballet baila el próximo sábado 22 de agosto en Palma de Mallorca una selección de coreografías que recoge su historia y expone los matices de su estilo.
La historia vital del New York City Ballet (NYCB) es la historia del arte moderno neoyorkino, y también, en gran parte, norteamericano; hay una vida paralela, y en concomitancia, con instituciones como el MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York), y si podemos hablar de un “estilo” de ballet norteamericano, es ese del NYCB, allí está su mejor exponente, su cúlmen en lo estético sobre la escena; y en lo didáctico, en la School of American Ballet, su cantera natural.
La Escuela Norteamericana tiene allí su foco de esplendor, la génesis de su estilo desenfadado, abierto, expansivo y brillante, y con ello, un enorme patrimonio coreográfico sostenido con mucho celo, rigor y dinámica, donde destacan tres nombres o pilares: George Balanchine (San Petersburgo, 1904 – Nueva York, 1983), Jerome Robbins (Nueva York, 1918 – 1998) e Igor Stravinski (Drianienbaum, 1882 – Nueva York, 1971). Dos coreógrafos y un compositor; dos rusos y un neoyorkino (nacido Jerome Wilson Rabinowitz al este de la gran manzana, hijo de judíos que habían huido en la diáspora a principios de siglo XX).
Algún día, se dice hasta en Hollywood, habrá que hacer el guión y la película de cómo se fraguó la amistad de Balanchine y Robbins, y por ende, el estilo y la génesis del NYCB. Fue apasionante y reflejo claro de una época. Jerome Robbins estaba buscándose la vida como joven bailarín en Broadway, y Balanchine, para subsistir (el ballet no era entonces lo que ahora), coreografiaba musicales. El 1938, Balanchine y William Dollar crean las danzas de “Great Lady” (que fue un éxito precisamente por sus bailes espectaculares) y en la plantilla estaba Jerome. Dos años después, en 1940, Balanchine vuelve a Broadway para coreografiar “Keep off the grass” y allí estaba también en primera fila el inquieto Robbins, con muchas dotes histriónicas y un tesón fuera de serie capaz de suplir sus deficiencias técnicas o formativas (había estudiado ballet con Ella Dagánova que procedía de las filas de Anna Pavlova, y danza española con Helen Veola: dos ingredientes que están en su fórmula).
En realidad nunca el ballet protonorteamericano ha estado tan lejos de lo que entendemos como “zona comercial”, es decir, Broadway y sus aledaños. Los vasos comunicantes, la génesis compartida, es evidente más allá del estricto cronológico. Y es por eso que en ambos coreógrafos está trufado el jazz y los sonidos (como también los movimientos, las evoluciones) modernos, incorporados dentro del estilo global de una manera líquida y natural. Se habla del “arrojo” como parte de ese estilo norteamericano y específicamente del NYCB, y eso está precisamente en la base que aquellos supervivientes encontraron en Broadway. Hasta el propio Stravinski cayó en esta fascinación, y en esa larga y fructífera etapa de trabajo junto a Balanchine crea la música para varios ballets del NYCB donde los ecos del jazz son más que un perfume, una evidencia cromática. Explórese a fondo el catálogo stravinkiano en su trayectoria neoyorkina y las sorpresas sonoras serán mayúsculas. Pasa lo mismo que en Balanchine, y para ello, siempre se habla hasta considerarlo tópico, de las caderas de las mujeres, que avanzan hacia el frente desafiando el canon académico, rozándolo, pero sin violentarlo definitivamente (lo que se puede ver en “Agon” y en “Los cuatro temperamentos” con mucha nitidez). En el caso de Robbins, se trata del humor, una sorna con retranca que tuvo su esplendor en piezas como “The concert” (1956) y su primer apogeo en un ballet de argumento: “Fancy Free” (1944); en “West Side Story” (1957), su obra maestra en el terreno mixto musical, contiene en abundancia estos preceptos. Su veta lírica se desboca en “Other dances”.
Probablemente George Balanchine crea junto a Lincoln Kirstein el Ballet Society (génesis en la práctica del NYCB) ya con la idea de tener en sus manos el cuerpo de baile homogéneo que necesitaba, y que tenía mucho que ver su herencia petersburguesa y académica, pero perfectamente instalado en la estética moderna que dominaba la dinámica neoyorkina. Ya en 1947 y 1948 el conjunto aparece como residente en City Center bajo el nombre de NYCB. Cuando la compañía se presentó en Covent Garden (Londres) en 1950 por primera vez, fue clamoroso el éxito a la vez que la sorpresa: había fraguado un verdadero estilo nuevo de ballet. A partir de entonces y hasta hoy, la compañía y sus bailarines regresan a Europa cada año a exponer ese legado, ciertamente renovado con obras nuevas. En 1962 el NYCB visitó por primera vez la Unión Soviética (Balanchine había emigrado de Rusia en 1924): el impacto estético derritió cualquier telón de acero.
El otro detalle que se debe tener en cuenta es que, tanto Balanchine como Robbins eran músicos consumados; poseían una rigurosa formación musical; el ruso tocaba el piano; el estadounidense el piano y el violín, y de aquí que, el otro ingrediente básico de la receta estilística sea la musicalidad del producto coreútico, como todas las coreografías patrimoniales y conservadas de estos creadores son perfectas en cuanto a la cuadratura y “liason” básicas entre lo que se oye lo que se ve, entre los pasos y la notación musical. No podía ser de otro modo: ese mecanismo de relojería es un abc del ballet en sí mismo, a pesar de que, corrientes estéticas posteriores intenten derribar o derrapar, la barrera de la armonía, terrenos que exploraron con prudencia el propio Balanchine guarnecido por Stravinski. Robbins lo hizo con Philip Glass. La abstracción como tegumento de la lectura de ballet hace que Balanchine despoje argumentos. “Tchaicovsky Pas de Deux” es su tesis de cámara sobre eso.
Una función del NYCB es garantía de alta calidad balletística, de arte mayor. Fiel a sus orígenes y demostrando una inteligencia superior (y un respeto por las tradiciones) Balanchine se las ingenió para hacer convivir en el NYCB el ballet clásico o académico con el ballet moderno. El uso del término neoclásico para englobar el estilo balanchiniano y a todo el ballet norteamericano del siglo XX es un disparate filológico y conceptual y sobre lo que aún se discute, si bien es cierto, que su acepción inglesa admite unas connotaciones que no se pueden establecer en castellano o francés. La convivencia de géneros mantiene en cierto sentido un rigor en la exposición bailada, en la resolución de las maneras, en las estructuras del baile en pareja, entre otras demostraciones. En la parte estética, Balanchine optó por mostrar los ballets en una sintetización de la ropa de ensayos: simples mallas, camisetas y ligeras túnicas en blanco y negro o colores neutros. ¿Por qué? Es parte de la tesis: la persecución de la esencialidad. “Apollon Musagete” es el mejor ejemplo. Creado en 1928 para los Ballets Russes de Diaghilev, poco a poco Balanchine lo despojó de todo componente anecdótico, una síntesis que tocó vestuario, personajes y escenografía hasta llegar a lo que veremos hoy en Palma, dentro de un programa que abarca exquisiteces como “Other dances” (Robbins); “Who cares?” (Balanchine sobre temas de Gerswhin) y el “Tribute to Ray Charles” del danés Peter Mantins (Copenhague, 1946) que llegó al NYCB en 1969, fue un brillante Apolo y desde 1990 asumió la dirección del conjunto. La muerte de George Balanchine marcó un antes y un después. Parecía que “Mr. B” iba a durar eternamente, había esa sensación, y probablemente habría vivido más de no ser por la encefalopatía espongiforme bovina (síndrome de las vacas locas o enfermedad de Creutzfeldt-Jakob) que contrajo a través de un ungüento reparador cicatrizante que contenía tuétano y usó tras su enésimo “lifting” (era muy donjuanesco y presumido).
También fue en NYCB donde primero un bailarín negro llegó a la categoría de primera figura. Entonces parecía una llamativa excepción: corría el 9 de noviembre de 1955 cuando, como invitado, Arthur Mitchell bailó en “Western Symphony”. Bailó para quedarse, y Balanchine, entre otros roles, creó para él Puck en “Sueño de una noche de verano”. En 1957, junsto a Diana Adams, formó parte del “cast” original de “Agon” y su “pas de deux” central, el mismo que se verá hoy en el auditorio insular.
La parte clásica en este programa se respalda con un botón de oro: “Don Quijote” (pas de deux) bailado por el madrileño Joaquín de Luz; también bailará “Other dances” otro mesetario: Gonzalo García.
Estrellas del New York City Ballet. Auditorio de Palma de Mallorca. 22 de agosto, 22.00 horas. www.temporadadeballet.es /
© 2009 Roger Salas / © EL PAIS
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