lunes, 6 de septiembre de 2010

El Sollozo de Hierro, por la Compañía Arrieritos

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elsollozodelhierro

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DANZA

13 espectadores

Compañía Arrieritos

El sollozo del hierro. Dirección Carmen Werner. Intérpretes: Patricia Torrero y Florencio Campo. Luces Sergio Spinelli. Teatro Pradillo. Hasta el 12 de septiembre.

ROGER SALAS

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Suena descarnadamente a estrategia de supervivencia. Estamos de centenario: el del poeta Miguel Hernández. El de Orihuela había nacido el 30 de octubre de 1910 y su vida se truncó dramáticamente en la cárcel 31 años después, el 28 de mayo de 1942. Seguía latente hasta hace poco la petición de una reparación histórica, que se anulara la injusta condena a muerte. Lo reivindicaba Lucía Izquierdo, decía que esa condena “pesa como una losa”. Y hay temas cuya propia textura dramática los hace, paradójicamente, muy frágiles a la hora de situarlos como pretexto argumental o inspiración de una obra escénica.

“El sollozo de hierro” quiere basarse en un retrato ambiental de la relación entre el poeta y Josefina Manresa. Miguel y Josefina se casaron en 1937, tuvieron dos hijos (uno de ellos murió a los pocos meses de nacer), y su relación está constituida de distancias forzadas, amargura y muerte. En la obra poética de Miguel Hernández están los trazos claros y vivenciales de esa relación, desde Hijo de la luz y de la sombra a la muy musicada Nanas de la cebolla. En la pieza de Arrieritos se va a otros derroteros que quieren ser más sesudos, herméticos, intrincados. El resultado es simplemente banal y muy aburrido, de una ampulosidad a veces irritante, con una ambientación tópica que quiere resultar íntima y se soluciona huera.

La probada solvencia, integridad y seriedad laboral de la bailarina y coreógrafa Carmen Werner (fundadora y directora de Provisional Danza) es algo que nadie pone en duda en el panorama español de las artes escénicas actuales. Su entrega desde hace un cuarto de siglo a estos menesteres lo atestigua. Es así, que se entiende poco que se la muestre como cabeza del cartel de un producto donde apenas hay sostén estético justificado. En dos o tres escenas aisladas, se siente su mano, pero hay poca égida actoral porque quizás hay poco que rascar. Probablemente es de su responsabilidad las apoyaturas sonoras de canto barroco, muy de su estilo, pero que aquí no vienen a cuento y no se empastan a un movimiento perpetuamente en tensión. El recurso de torturar la expresión no necesariamente conduce a una mayor riqueza dramática. Se persigue un tono destemplado que se hace acompañar de taconeo, pitos y recuperaciones muy forzadas. En Patricia Torrero hay que reconocer concentración, una línea de personaje.

La sala estaba dramáticamente vacía: 13 espectadores desperdigados que hacían aún más patética, si cabe, la situación. En escena un arado antiguo, un esqueleto de máquina de coser, dos relojes de arena (que aluden a la poesía y pueden ser los dos hijos o sus propias vidas bajo un cenital crudo). Las luces son el aspecto más logrado y consciente del fallido montaje.

(Las fotos han sido tomadas de la web del Teatro Pradillo, sin que detallen el autor de las mismas.)

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