jueves, 30 de septiembre de 2010

Rasta Thomas baila sobre un Rothko

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Rasta Thomas baila sobre un Rothko

“Rock the Ballet”

The Amazing Boys of Dance. Coreografía: Rasta Thomas y Adrienne Canterna; vestuario: Sally Canterna; vídeo William Cusick; luces: Ashley Day. Teatro Fernán Gómez. Hasta el 10 de octubre.

ROGER SALAS

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Si en España se diera un premio verdadero al género del baile musical (no hay tradición de tal cosa y lo que se intenta aún deja mucho que desear), este año se lo llevaría Rasta Thomas.

Con toda probabilidad Rasta Thomas es el bailarín más versátil y virtuoso de su generación a nivel global. Todo el baile que toca lo convierte en una fiesta de sensualidad y energía positiva. Este espectáculo debe verse, hay que acercarse al teatro de Colón para entender muchas cosas del género que aborda, pues a veces tenemos un concepto desdibujado y hasta chabacano del baile festivo, desenfadado y ciertamente liberal que se acompaña de los ritmos más furiosamente modernos. Thomas es fiel a sus genes. Ha probado con el ballet clásico con merecidos laureles (hace tres temporadas triunfó dentro del American Ballet Theatre con el “Othello” de Lar Lovovich) y ha escorado a una función ligera, colorista, de ritmo contagioso pero donde se baila bien y mucho. Pretensiones, las justas. Mentalidad muy equilibrada de lo que se quiere ofrecer y dónde se pone el listón. Pensemos en el efecto revulsivo que puede ser para los jóvenes con aspiraciones televisivas, los que se afanan en esos concursos miserables y espurios, que los explotan sin la menor piedad.

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Rock the Ballet a su manera cuenta una historia del viaje iniciático de un joven dentro de la urbe y sus encontronazos con una realidad cruel y disparatadamente rápida, tiene así un hilo conductor sutilmente narrativo, y tiene un efecto tonificador incuestionable y gusta a puristas y conversos, a modernos de pro y a estilistas de lo lírico. ¿Por qué? Se trata de una fórmula que se exprime desde su franqueza, una forma limpia de exponerse en escena a fondo. No es exagerado decir que en cada función Rasta se marca cuatro o cinco veces todo lo que tiene que hace en un “pas de deux” académico como El Corsario, dúo clásico en el californiano más sexy que ha dado el ballet en los últimos tiempos ya bordaba hace una década. Se trata de una aventura profesional que tiene mucho de espiritual, donde el artista quiere llegar más lejos por la vía más vital y expeditiva, que siempre es a la vez la que más riesgos conlleva. Con apenas 30 años, el ballet del siglo XXI espera por él, donde ya juega su papel. Esto no es exagerado. Aquí en España casi no se le conoce, pero Rasta Thomas es una estrella a nivel mediático en todo el mundo anglosajón. Y lo es sobre todo por la calidad de su baile.

Todos los bailarines del grupo, cada uno en su medida y especialidad (se nota muchísimo que la raíz escolástica es también en ellos una mezcla apasionada donde cabe desde el jazz hasta el hip-hop) dan una lección de buen baile donde hay una Diosa Madre: el ballet. Sin esa sólida y firme base esta obra no existiría como es ni haría vibrar como lo consigue. Hay que aclarar que cuando en las biografías se refiere a Escuela Kirov, están hablando en propiedad de la que está en Washington DC, y es allí donde estudió la coreógrafa y partenaire de Rasta, Adrienne Caterna (y donde se conocieron), bajo la égida y las enseñanzas de Oleg Vinogradov y de su mujer, Yelena Vinogradova (por cierto, una de las últimas parientes en línea directa de Maria y Marius Petipa). Al hilo de esto, hay que decir que Vinogradov estudió y se graduó en la Escuela de Leningrado en el aula de Alexander Pushkin (el mismo maestro de Nureyev, Soloviev, Barishnikov), y algo de esa electricidad, de esa virtuosidad, le pasó a Rasta. Naturalmente que Rasta tenía el talento y la receptividad para tales secretos del baile masculino. Caterna y Rasta han bailado con el Universal Ballet de Seúl (Corea) que Vinogradov dirige desde hace años, y fue Vinogradov quien le llevó a San Petersburgo. Con el tiempo suele olvidarse que fue Vinogradov (apoyado por Guerguiev, quien introdujo en Kirov-Mariisnki las coreografías de Roland Petit, Maurice Béjart y George Balanchine, rompiendo la cerrazón pos-estalinista. En aquellos días gloriosos de los años noventa (con la glasnost y la perestroika en marcha), un jovencísimo Rasta Thomas fue a Rusia.

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Mención especial al trabajo en “Rock the Ballet” de William Cusick con las proyecciones de muy buen gusto, que apoyan el baile y son consecuentes con la música, van a sus acentos precisos, con detalles elegantes como esa evocación de la pintura de Mark Rothko en sugerentes transparencias o el trepidante viaje al metro de la Gran Ciudad con sus luces y sus sombras. Las proyecciones son una plástica que se integra en la obra, no podemos casi ni imaginarlo sin esos fondos móviles donde hay mucha poesía geometrista mucha imaginación. Si Rothko es el símbolo máximo de la abstracción americana, hoy Thomas es su terreno el representante más elevado de un baile en libertad. Unirlos es muy bello.

Hay que concluir que Rasta Thomas es un tipo que es feliz bailando y hace felices a los demás. Probablemente (aventuremos a decir en un momento de entusiasmo) es el hombre que el género del teatro musical estaba buscando desde los tiempos en que los Balanchine y Robbins dejaron de buscarse el pan alternativo en los teatros de Broadway; es decir: entretener pero con calidad y sin dejarse totalmente el “en-dehors” en casa.

© Roger Salas

© El País

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martes, 28 de septiembre de 2010

La Scala mira al futuro con el Programa Forsythe

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Artifact Suite - il Corpo di Ballo - Foto Brescia-Amisano Teatro alla Scala 174 Artifact Suite - il Corpo di Ballo - Foto Brescia-Amisano Teatro alla Scala

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La Scala mira al futuro con el Programa Forsythe

Roberto Bolle se reafirma como la gran estrella del ballet italiano

ROGER SALAS, Milán

 

Puede asegurarse que este ha sido el “año italiano” de William Forsythe (Nueva York, 1949). En junio recibió el León de Oro de la Bienal de Venecia y ahora el Teatro alla Scala de Milán estrena un programa monográfico con tres de sus grandes obras, dos de ellas, pensadas para grandes conjuntos y una tercera que en su formato modular ha permitido ver el desarrollo textual a lo largo de 25 años. Dos de nueva producción: “Artifact Suite” y “Herman Schmerman” y una ya en repertorio: “In the middle, somewhat elevated” hacen una noche de inmersión en los meandros de su estilo, el quebradizo bosque de sus maneras angulosas, el desasosiega lírico que provocan, una intensidad con su poesía particular y un fondo de filosofía fría que revela que por detrás del coreógrafos se mueve un sólido aparato intelectual y reflexivo.

La iniciativa ha sido de Majar Vaziev (Osetia, 1961), actual director del Ballet del Teatro alla Scala y que dirigiera el Kirov-Mariinski de 1995 a 2008. En gran parte fue responsabilidad suya junto a Guergiev el resurgimiento de la casa de San Petersburgo, y con La Scala ha hecho lo que ha podido; ahora la prensa rusa le sitúa ya en breve al frente del Bolshoi. Vaziev es consiente no sólo de que el olmo nunca dará peras, sino que el empeño de sacar petróleo de las piedras puede quemar al excavador. Aún con sus deficiencias, el cuerpo de baile milanés ha mejorado lo suyo en este tiempo. Es su arduo trabajo personal y persuasivo, duro a la vez que elegante, pero aún así, el Forsythe que son capaces de hacer los milaneses dista mucho del ideal. Se deja ver, pero fallan en los recursos del “ensemble”. Quizás es una cuestión de tiempo.

Roberto Bolle (Casale Monferrato, 1975) es el mejor bailarín italiano en generaciones y su estrella global más reconocida bailó “Herman Schmerman”. Vaziev optó por tenerlo de cabeza de cartel en todas las funciones. A Bolle la madurez le asienta tanto el físico como la expresión. Su baile sigue siendo virtuoso, pero el discreto arrojo precedente ha sido sustituido por la inteligencia escénica, la distribución de la energía a través del estilo de lo que baile. Es así que a priori, Bolle no sería un “bailarín Forsythe” ideal, a pesar de sus proporciones estatuarias y su porte de Adonis clásico. El caso es que cuando baila, convence, transmite y a la postre es el que más brilla. Podría decirse que hasta se recrea en los vaivenes de una lectura coréutica llena de aparentes interrupciones rítmicas y donde el artista debe exprimirse para consolidar las figuras. En esas figuras plásticas está el enemigo y el reto (parafraseando el título de otra obra del coreógrafo americano). Aparecer en escena con una faldita a tablas de raso amarillo huevo, aunque se le ocurriera a Gianni Versace, ya tiene lo suyo. La estética chocante y agresiva se redondea con la música de Tom Willems, compositor de cabecera y gran amigo de Forsythe, que vapulea el armónico con lacerante autoridad siempre que puede. También hay algo hipnótico en las secuencias pianísticas de Eva Crossman-Hecht que usa en “Artifact Suite”.

Es evidente en William Forsythe, al ver un programa completo de sus obras, donde el espectador recibe una carga progresiva, continua, descarada y potente de sus reiteraciones y ambiciosas construcciones, el por qué “Billy” se muestra ambicioso al asumir también casi en su totalidad el diseño de luces, trajes y decorados: no quiere intromisiones entre la plástica coreográfica como todo artístico y el creador. Considera que los accesorios a veces se convierten en obstáculos, y en esto recuerda al George Balanchine de sus tiempos de síntesis reductiva, en gran parte el georgiano influido por la cercanía de un Igor Stravinski cada vez más desnudo y serial. A Forsythe le espanta personalmente la comparación con Balanchine, que le endilguen el collar de continuador o algo así. Al final se ha resignado a la lisonja que una cierta teoría insistente (pero que él estima caduca en sus términos y presupuestos) le asocien al creador del estilo norteamericano de ballet moderno. La noche del Teatro alla Scala de Milán es un magnífico ejemplo de las distancias más que de las cercanías y de la vigencia de este corógrafo, el más grande el último tercio del siglo XX y cuya esfera de influencias aún se despliega con fuerzas sobre dos generaciones, pero que sigue estando presente.

© Roger Salas

© El País

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(Herman Schmerman M. Romagna R. Bolle, ph Brescia-Amisano Teatro alla Scala)

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lunes, 6 de septiembre de 2010

El Sollozo de Hierro, por la Compañía Arrieritos

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DANZA

13 espectadores

Compañía Arrieritos

El sollozo del hierro. Dirección Carmen Werner. Intérpretes: Patricia Torrero y Florencio Campo. Luces Sergio Spinelli. Teatro Pradillo. Hasta el 12 de septiembre.

ROGER SALAS

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Suena descarnadamente a estrategia de supervivencia. Estamos de centenario: el del poeta Miguel Hernández. El de Orihuela había nacido el 30 de octubre de 1910 y su vida se truncó dramáticamente en la cárcel 31 años después, el 28 de mayo de 1942. Seguía latente hasta hace poco la petición de una reparación histórica, que se anulara la injusta condena a muerte. Lo reivindicaba Lucía Izquierdo, decía que esa condena “pesa como una losa”. Y hay temas cuya propia textura dramática los hace, paradójicamente, muy frágiles a la hora de situarlos como pretexto argumental o inspiración de una obra escénica.

“El sollozo de hierro” quiere basarse en un retrato ambiental de la relación entre el poeta y Josefina Manresa. Miguel y Josefina se casaron en 1937, tuvieron dos hijos (uno de ellos murió a los pocos meses de nacer), y su relación está constituida de distancias forzadas, amargura y muerte. En la obra poética de Miguel Hernández están los trazos claros y vivenciales de esa relación, desde Hijo de la luz y de la sombra a la muy musicada Nanas de la cebolla. En la pieza de Arrieritos se va a otros derroteros que quieren ser más sesudos, herméticos, intrincados. El resultado es simplemente banal y muy aburrido, de una ampulosidad a veces irritante, con una ambientación tópica que quiere resultar íntima y se soluciona huera.

La probada solvencia, integridad y seriedad laboral de la bailarina y coreógrafa Carmen Werner (fundadora y directora de Provisional Danza) es algo que nadie pone en duda en el panorama español de las artes escénicas actuales. Su entrega desde hace un cuarto de siglo a estos menesteres lo atestigua. Es así, que se entiende poco que se la muestre como cabeza del cartel de un producto donde apenas hay sostén estético justificado. En dos o tres escenas aisladas, se siente su mano, pero hay poca égida actoral porque quizás hay poco que rascar. Probablemente es de su responsabilidad las apoyaturas sonoras de canto barroco, muy de su estilo, pero que aquí no vienen a cuento y no se empastan a un movimiento perpetuamente en tensión. El recurso de torturar la expresión no necesariamente conduce a una mayor riqueza dramática. Se persigue un tono destemplado que se hace acompañar de taconeo, pitos y recuperaciones muy forzadas. En Patricia Torrero hay que reconocer concentración, una línea de personaje.

La sala estaba dramáticamente vacía: 13 espectadores desperdigados que hacían aún más patética, si cabe, la situación. En escena un arado antiguo, un esqueleto de máquina de coser, dos relojes de arena (que aluden a la poesía y pueden ser los dos hijos o sus propias vidas bajo un cenital crudo). Las luces son el aspecto más logrado y consciente del fallido montaje.

(Las fotos han sido tomadas de la web del Teatro Pradillo, sin que detallen el autor de las mismas.)

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