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David Fernández, coreógrafo, y Javier Álvarez, cantante
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DANZA
La vaca que nunca ríe
No se calle el silencio
Dirección, dramaturgia, espacio escénico, luces y textos: David Fernández.
Con Javier Álvarez, Toni Millán (clave) y Bárbara Lorenzana; vestuario: Rosa Álvarez.
La Casa Encendida. 25 de marzo.
ROGER SALAS
Concebido como una instalación “performativa” donde se toma como motivo el verbo “comer” y sus conjugaciones, el artista David Fernández (Madrid, 1976) se embarca en un discurso reivindicativo del rechazo al consumo de productos animales. Pero la obra no va hacia una exposición didáctica de la dieta pitagórica o el fervor del veganismo en el sentido en que lo abanderaba Donald Watson, para muchos un fanático, para otros un profeta, asunto hoy día muy caldeado en Francia, donde se juzga a un matrimonio del norte del país por dejar morir a su hija de 11 meses al seguir una estricta dieta de veganos; los propios encausados han reconocido su error al desoír a los médicos que aconsejaron un ingreso hospitalario cuando la niña tenía 9 meses de vida. Todo exceso corre riesgo de fracaso, decía Pascal.
El estilo de David Fernández trufa todo lo que hace de una lacerante ironía que poco a poco entra en el espectador casi sin que se entere, pero dejándolo pegado a la silla. Una amenazadora legión de tenedores y cuchillos colocados en el suelo como centurias romanas, avisa de “La Pasión según San Vaca”, un Gólgota sacrificial donde el animal llega a decir: “Dios mío, por qué me has abandonado”, pues ya se ve a sí misma en forma de rojos filetes sanguinolentos.
Para No se calle el silencio Fernández convocó al cantante y compositor Javier Álvarez, que a su manera muy particular y nada convencional, hace seis temas de Henry Purcell con un resultado irregular tanto en lo estrictamente musical como en su empaste teatral, aunque siempre tensando ese hilo conmovedor con algo de orfandad que su voz particular deja en el aire. Esta es una recensión sobre una obra de danza, y la música en directo es un elemento básico a la función pero a la vez entendible como colateral, de modo que no entraré en el tono, la estilística isabelina y la afinación sobre la que Álvarez se acerca ese repertorio del siglo XVII donde las referencias están en contratenores clásicos partiendo de Alfred Deller a hoy, sino de cómo sirve de catalizador exponencial al drama de la vaca que ni ríe ni quiere que la lleven al santoral (una manera irónica de canonización sobre las brasas); más bien quiere huir y no puede, clama por el silencio y un quimérico mundo sin hombres sedientos de carne. La expeditiva metáfora es uno de los logros de este espectáculo singular y ciertamente rozando lo inclasificable.
Sobre un sistema propio de libres asociaciones y de cierto absurdo posdadaísta, Fernández desarma su violonchelo al principio, le arranca las cuerdas y el puente, maltrata el cordal: es un aviso, pues él se reconoce autodidacta de ese instrumento y esta vez no tendrá nada que hacer en el sector sonoro. Probablemente esa escena intimista y autobiográfica no ayuda demasiado al todo y su justificación hay que buscarla en el retrato del personaje de la performance: un individuo que no sabe que hacer.
Entran en tropel en escena 11 niños acompañados de una vaca adulta. Son 11 pequeños monstruos deliciosamente disfrazados de lo que comemos: el bogavante o carabinero, el huevo frito, el pollo, el pato, el cerdo, el atún, el conejo… Los pequeños diablillos se hacen con la escena, es decir, con el poder, y doblegan a los adultos que representan a los torturadores que comen insaciable y literalmente seres vivos. Los niños “comestibles” leen lo que David llama “El Apocalipsis de los Animales”: recetas del libro de las 1080 fórmulas culinarias de Simone Ortega. No da risa, da que pensar.
Radical en su idea, saturado de su típico humor contestatario, ausente de toda complacencia hacia el público (y la crítica, a la que normalmente vapulea) Fernández ha hecho una obra difícil pero rebosante de la honestidad habitual en él, y de una idea: el teatro de las imágenes y el gesto es un universo abierto al trufado de géneros y de acciones de representación.
La renqueante grada del patio de La Casa Encendida se llenó y aplaudió poco; hubo discretas deserciones a mitad de la pieza y una molesta marea de artilugios electrónicos en manos del público molestó lo suyo. Nadie avisó que no se debía grabar o filmar, y abundaban los ipod y los ifon y otros chismes iluminando y sonando por doquier, registrando sonido e imágenes a mansalva. Tan indeseado como irresponsable práctica tolerada con indiferencia por parte de la organización.
© Roger Salas / © EL PAIS
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