lunes, 17 de agosto de 2009

"El Lago de los Cisnes" y la línea británica

Entre los demonios de esa filiación surgen
de cuando en cuando algunos terribles,
de amplios temperamentos (…). Dotados de
un inmenso poder sobre las almas blancas,
las atraen a sí y las trituran. Lo cual es grande
y bello en su estilo. (…) Es la poesía del mal.


Honoré de Balzac
(“La última aventura de Vautrin”)

Cumplió hace poco “Lebedinoe Ozero” 130 años. Llamado en broma y con cierto sarcasmo dentro de la profesión, “El charco de los patos”, es el ballet del repertorio más conocido universalmente tanto por su coreografía como por su música y lo emblemático de su personaje protagonista: el cisne blanco que ocasionalmente se vuelve negro y luego vuelve a ser redentor y blanco. La obra con música de Piotr Ilich Chaicovski y coreografía del checo Julios Wentzel Reisinger se estrenó en el Teatro Bolshoi de Moscú el 4 de marzo de 1877 (20 de febrero en el calendario juliano). Fue un fracaso. Llovieron coles (allí no había tomates y menos en invierno) sobre el escenario. Dicen los biógrafos más autorizados del músico que así empezó un largo proceso depresivo del que el compositor no se repuso y que finalmente le llevó al suicidio en San Petersburgo 16 años más tarde. El avatar de “Lebedinoe ozero” (en su trascripción literal del cirílico) no había hecho más que comenzar. Chaicovski había escuchado los ballets de Leo Delibes (especialmente “La Source” y “Coppélia”, esto lo animó a acercarse a un género que no le gustaba especialmente) y como dice el analista Roland John Wiley, el “eco francés” en los ballets del ruso parten de esa elevada influencia.
La primera producción del “Lago” fuera de Rusia se hizo en el Teatro Nacional de Praga el 21 de febrero de 1888, durante una visita del ya consagrado compositor. El maestro-coreógrafo August Berger (que también encarnó al Príncipe Sigfrido) montó el segundo acto para la segunda velada donde el propio Piotr Ilich dirigió la orquesta, menos la parte de ballet, que tuvo la batuta de Adolph Cech. Giulietta Paltrinieri-Bergrova encarnó a la Reina de los Cisnes, Odette, y el éxito hizo que se repitieran ocho representaciones.
Muerto Chaicovski, a un francés radicado en la Venecia del Norte, Marius Petipa (ya había hecho junto al compositor “La Bella Durmiente”, paradigma del gran academicismo en ballet), se le ocurrió encargar a su ayudante nativo, Lev Ivanov (verdadero genio del ballet coral académico), que remontara con las estudiantes del ultimo año del conservatorio y algunas bailarinas de la plantilla, el segundo acto blanco de “El lago…”, llamado así por el color de las aves lagunares y por evocar los actos blancos románticos de “Giselle”, “La Sylphide”, etc. Ante el éxito, Petipa mismo montó el resto (actos 1 y 3) y se repuso “El lago de los cisnes” completo casi como lo vemos hoy, con trufados musicales del italiano Riccardo Drigo y cambios logísticos en las escenas y el argumento (el acto 4 también lo hizo Ivanov), aspectos que ha estudiado en profundidad tanto Demidov como Roslaeva.
Como sugiere Iris M. Fanger, la historia real de “Lago de los cisnes” en Occidente comienza en 1908, con unas giras de Anna Pavlova y Adolph Bolm, que completan la plantilla con bailarinas locales para representar los actos 2 y 3 en Escandinavia y Alemania. Cuando en 1909 el Zar va a Viena, Pavlova y Nicolas Legat bailan allí una versión en 3 actos, y en Londres, el 16 de mayo de 1910, se ve en el London Hippodrome un “Lago” (reducción del segundo acto) bailado por Olga Preobrajenska y 20 bailarina más entre rusas y alguna nativa. “Madame Preo” [o Preobrazhenskaya] desde los estudios Wacker de París, va a tener un papel fundamental como biela de transmisión del personaje de Odette-Odille a un arco de bailarinas que va de Tamara Toumanova a Danilova, Chauviré, Alonso, Hightower, Fonteyn. Hay que leer el delicioso capítulo de Elvira Roné en la biografía de la maestra rusa sobre el asunto de los famosos 32 fouettés del Cisne negro para entender muchas derivas estéticas que han venido después.
En Londres, el 30 de noviembre de 1911 se presenta una gran producción considerada la mejor de entonces, con la dirección de Serguei de Diaghilev donde bailaron en Covent Garden Matilde Chessinska y Vaslav Nijinski. La presencia de la obra se afianzó en el repertorio y su aceptación era un hecho. En 1912 en Montecarlo, bajo égida de Diaghlev, se ve otra versión en sólo dos actos, versión que fue revisada y revivida después de la Gran Guerra y que se mantiene activa entre 1923 y 1926.
Un maestro ruso, Nicolas Sergeyev llega a Londres con las anotaciones coreográficas en sistema Stepanov, y allí Ninette de Valois en 1934 le encarga “Lago” para el Sadler´s Wells Ballet. Ya Alicia Markova y Antón Dolin en 1932 habían hecho un segundo acto londinense en el espíritu de Diaghilev. El estreno de 1934 fue de Markova y Robert Helpmann. Margot Fonteyn bailó su primer “Lago” en Sadler´s Wells el 16 de diciembre de 1935. Hizo sólo Odette (cisne blanco) y Ruth French hizo Odille (cisne negro). Fonteyn encarnó el papel dual (Odette-Odille) por primera vez el 15 de noviembre de 1938. Esta producción fue dotada de nuevos trajes diseñados por Leslie Hurry para el debut del 7 de septiembre de 1943. Las adiciones coreográficas de Frederick Ashton en el “Lago inglés” entran en boga en 1952 (vals pas de six en el segundo acto y la tarantella napolitana sobre la olvidada “Danza veneciana”). En 1963 Ashton adicionó un prólogo que luego suprimió en 1967; también movió un pas de Quatre del segundo al tercer acto y rediseñó la “danza española”. Finalmente, en la temporada 1973-74 tras cuatro décadas de vaivenes sobre la versión Sergeyev, se restaura la versión Petipa-Ivanov. Paralelamente, Sergeyev hizo otro Lago en Londres en 1943 para el International Ballet de Mona Eglevski con decorados y trajes de Hugh Stevenson en el Adelphi Theatre bailando Nana Gollner y Paul Petrov.
En marzo de 1987 Anthony Dowell pone en escena con el Royal Ballet una nueva producción, y en el equipo incluye al citado musicólogo Profesor Wiley, que ha escrito el mejor análisis de las partituras de ballet de Chaicovski y experto en la notación Stepanov, cuyos originales se custodian hoy en la Harvard Theater Foundation; los diseños se encomendaron a Yolanda Sonnabend inspirados en escenas de la corte imperial rusa y el primer reparto lo encabezaron Cynthia Harvey y Jonathan Cope. Dowell había bailado muchísimo las versiones precedentes en Covent Garden, especialmente la versión de 1963 con los diseños de Carl Toms y acompañado de Georgina Parkinson. Su versión actual hereda todo lo vivido y bailado. No puede ser de otra manera, si se respeta el género.
Ya alrededor de 1936 el crítico inglés Cyril W. Beaumont menciona por primera vez que la dualidad del cisne blanco-cisne negro es comparable a la literaria del Doctor Jekyll y Mister Hyde, contraposición y lucha del bien y el mal sobre la misma figura escénica. Desde el siglo XIX, el papel de los dos cisnes (el blanco enamorado bajo un encantamiento y el negro seductor conducido por un emisario del mal o brujo) han sido encarnados por una sola “prima ballerina” que debe exprimir sus cualidades histriónicas, actorales y dancísticas para convencer en ambos caracteres. La italiana Pierina Legnani fue la primera (hacía los 32 fouettés o vueltas continuas sobre una punta sin inmutarse ni moverse del sitio); la siguieron las rusas Pavlova, Karsavina, Probrayenska, Spessitseva hasta llegar a la gran Maya Plisetskaia, probablemente la mejor con y sin los 32 fouettés.
En Occidente, ha habido también grandes cisnes: la inglesa Alicia Markova, la cubana Alicia Alonso, la norteamericana Rosella Hightower. La danza española de “El lago de los cisnes” precede a la salida a escena del mal en el tercer acto: ese cisne negro que obnubila y seduce al Príncipe Sigfrido. Las bailarinas de la danza española van de negro y oro: emblema del vestir oficial en Felipe II y la España Negra. Esa tradición se sostiene. El “Lago” es también la historia de Rusia, dijo el reputado escritor de danza Vadim Gayevski. En 1991, el 19 de agosto, mientras la televisión rusa transmitía por un canal el discurso del golpista Genadi Janayev, en la otra cadena, pasaban “El lago de los cisnes”.
Hay al menos dos razones para que “El lago…” encabece el repertorio universal: su concepción definitiva cuajó justo en el apogeo del uso del vocabulario clásico, y, a partir de allí, sus exigencias técnicas e interpretativas se convirtieron con el tiempo en la meta ansiada de toda ballerina. De hecho, temperamentos tan dispares entre sí como Chauviré y Fontein o Plisetskaia hicieron cada una su propia versión del personaje Odette-Odile, y así han quedado en secuencias de cine y fotografías que hoy son parte de la historiografía balletísitca y de la inevitable mitomanía balletómana.
Pero la pauta la habían marcado antes rusas y soviéticas, las bailarinas de alma eslava, en el decir de Irene Lidova, que fueron quienes fijaron definitivamente algunas reglas que son la base de toda interpretación del mítico cisne (muchas de ellas recalaron en Londres tras las diásporas del siglo XX). Luego de Pierina Legnani, Matilde Kchessinska fue la primera rusa que intercaló los 32 fouettés en el tercer acto, y poco a poco la secuencia se llenó de dobles piruetas, movimientos de brazos y otras dificultades técnicas que hoy abundan y hasta son exceso frecuente. En 1908, Tamara Karsavina, de fascinante belleza, aportó una romántica imagen de princesa-cisne. Después, Vera Trefilova selló su nuevo lirismo, y la Egórova caracterizó el adagio con la imagen de un pájaro cautivo. En medio, Anna Pavlova, con su solo “El cisne” (Fokin), sobre la pieza de Saint-Saëns, influyó decisivamente sobre montadores y bailarinas con su efecto de batir de alas, lo que llegó a convertirse en un toque manierista que siempre se le exige a la intérprete y que no consta en el original.
En los años veinte, la legendaria Olga Spessivtseva cristalizó definitivamente la línea moderna del papel. Aún después, dos nombres más limaron las últimas aristas del cisne: Marina Semionova, quien insufló feminidad a la caracterización, y Galina Ulanova, toda delicadeza y elegancia, que dio al cisne blanco (-nunca asumió a la diabólica Odile salvo en una matinée en Leningrado en 1940 de la que no quería ni acordarse-) una inmensa interpretación de modo que la leyenda del cisne devenía en un profundo y creíble drama humano.
A partir de Alicia Markova en Londres, en 1934 (y esta es la tradición que llega hasta el Royal Ballet de hoy), proliferaron los cisnes en el mundo del ballet. Hay muchos nombres injustamente opacados por otros. Desde entonces, la remodelación de la obra en general y del personaje en particular ocupó a coreógrafos, y hoy día se asiste a muchas representaciones donde, a pesar de la extrema corrección del baile, la vibración artística brilla por su ausencia. Cada vez es más difícil encontrar hitos reseñables. Es preceptivo citar a Makarova (¡siempre las rusas!); en la escuela francesa Ghislaine Thesmar y Noella Pontois son ya inolvidables; en Norteamérica, Cinthia Gregory y más recientemente, con razón Clive Barnes glosó a Magali Messac; la cubana Rosario Suárez tuvo en su momento también la atención de la crítica internacional. Las inglesas de hoy han seguido las huellas de sus heroínas (Moira Shearer, Pamela May, Beryl Grey, Violetta Elvin (Prokhorova), Nadia Nerina…) inmortalizadas todas en las fotos de Baron.
El mal en el ballet siempre es vencido (se representa para ser conjurado, recordemos “Satanella” o “Faust”), pero no por ello el ballet es un arte inocente, sino que ha seguido los esquemas de comportamiento y enjuiciamiento de nuestra sociedad, evolucionando al mismo tiempo que ella, demostrando la utilidad políticamente correcta y amplificadora de esos postulados ejemplarizantes y “El lago de los cisnes” es su mejor ejemplo. El ballet nunca se ha librado es estos estereotipos. Si la heroína en ballet era mala, debía morir (ser vencida)… o transformarse. Casi podríamos decir con seguridad que el “happy end” a lo Hollywood lo pone en boga el gran ballet del último tercio del siglo XIX, siempre con el abatimiento del mal y el triunfo apoteósico del bien. Precisamente ahí se crea, se aúpa como arte oficial, este mundo de fantasías y parábolas de ensoñación, de trajes de tul recamados con perlas falsas. En el “Lago” original, al final el príncipe Sigfrido se ahoga, se lanza a las aguas tras el cisne encantado, pero no se trata sola y esquemáticamente de la representación, tras la argumentación narrativa y su síntesis coréutica, de la lucha entre el bueno y el malo (a veces es la buena y la mala), sino de la victoria del bien y la satanización definitiva del mal, su sometimiento al orden y a la verdad explicitada del bien y de su entendimiento aceptado por la colectividad.
La noción de sacrificio y maleficio en la danza narrativa, con sus temas mitológicos o bíblicos han sido siempre usuales, luchas entre buenos y malos. “El lago de los cisnes”, probablemente el más famoso y divulgado de la historia de la danza, está lleno de estas luchas entre el bien y el mal, expresadas de muchas maneras y a muchos niveles. Las principales son las encarnaciones de Odette y Odille por una sola bailarina. Esta idea genial no se atribuye exactamente a Marius Petipa, sino a los guionistas de la obra, basada en una leyenda medieval germánica.

© Roger Salas (texto redactado para el programa de "Swan Lake" /Royal Ballet en Granada. Junio 2009)

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