domingo, 29 de mayo de 2011

DANZA / Sasha Waltz - Cronos implacable

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DANZA / Sasha Waltz

Cronos implacable

 

Köper

Sasha Waltz & guests. Coreografía: S. Waltz; música: Hans Peter Kuhn; escenografía: T. Schenk, H. Schuppelius y S. Waltz; vestuario: B. Skodzig; luces: V. Gallé y M. Hauk.

Teatros del Canal, Madrid. Hasta el 28 de mayo.

ROGER SALAS

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La implacabilidad del paso del tiempo en el ámbito de las artes escénicas ha tomado en el último lustro velocidad de vértigo. No solamente las obras envejecen más rápido, sino que quedan al descubierto sus costuras, trucos, influencias referenciales y otros detalles que, en un primer momento, probablemente deslumbraron a público y crítica. Así, el tiempo ejerce con fuerza damocliana (y global) como juez o determinante. Esa es la razón paliativa del programa de mano lustrado de párrafos elogiosos de hace 10 años. La literatura reciente dice otra cosa.

¿Qué condiciona en una obra de danza-teatro para que se la entronice a categoría de clásico? Una serie de factores propios y del entorno productivo; y no es este caso. Sasha Waltz (Karlsuhe, 1963) tenía 37 años cuando creó en 2000 Köper, asaeteada por un bombardeo estético de poderosas personalidades, tanto de la escena alemana como europea y americana, de Robert Wilson a Robert Carsen (que empezó como diseñador de ballets), de Pina Bausch a William Forsythe, por citar cuatro que están presentes, con su huella genética muy definida, en la pieza de marras. No era Sasha una debutante entonces, pero sí la primera vez que se enfrentaba a las peligrosas suficiencias de una gran producción de ente. Köper paga el bisoño deseo de meter en un saco firmado cuitas y sueños teatrales; mantiene un candor y una energía algo trasnochada en sus escenas corales, y los despliegues individuales resultan un quiero y no puedo periclitado, arrastrado por la dialéctica misma de la progresión experimental donde el aparente juego aleatorio sufre la pretensión de llegar a ser estilo, como sin dudas consiguió Baush. Resulta incongruente, exagerado y hasta risible por no decir ofensivo decir que Sasha Waltz es la heredera de la genial de Solingen.

Waltz es hija de arquitecto, y así creció en un caldo de cultivo propicio; estuvo cerca del arquitecto polaco Daniel Libeskind, un hombre que ha influido poderosamente en coreógrafos como Fosythe entre otros, a tenor de informar el material coréutico de un acomodo cordal que toma la dispersión y la elusión de centralidad como canon; casi se cita a Heidi Gilpin cuando habla de “pérdida de linealidad”. Ahora bien, el sustento, el meollo ideológico (o razón de ser) no deben privar al espectador de cierta objetividad por mor de la obnubilación ostentosa. El gesto político se banaliza, pierde su linfa sustancial.

Hay un cuadro muy posmoderno que recuerda Cranach (cuerpos apilados tras el cristal); luz blanca cenital, ropa negra desarticulada en construcción procesal, la música levemente Stockhausen y muy Tom Willems (lo que es decir, muy Forsythe): todo apunta al pasado. Hay prestidigitación ingeniosa, grafismo emocional, formulación episódica y un gusto luterano, muy germánico, áspero y espesante del exceso de metraje; digamos, mucha epidermis con poco riego interior.

No es de recibo que un espectáculo con tanto texto no se traduzca; ¿por qué el programador infiere que las 900 personas en el Canal hablan inglés? En este caso, la palabra no era adorno.

© Roger Salas / El País.

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Sasha Waltz, Daniel Libeskind, William Forsythe, Pina Bausch, danza alemana

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